doi: https://doi.org/10.25185/9.4

Estudios

 

La larga sombra de Marte: revistas culturales chilenas e imaginarios de nación en la postguerra del Pacífico (1898-1912)

The Long Shadow of Mars: Chilean cultural magazines and national imaginaries in the after War of the Pacific (1898-1912)

A longa sombra de Marte: revistas culturais chilenas e imaginários da nação na pós-guerra do Pacífico (1898-1912)

Gabriel Cid Rodríguez
Universidad San Sebastián, Chile
gabriel.cid@uss.cl
ORCID iD.: https://orcid.org/0000-0001-7174-8014

 

Resumen: Este artículo examina las representaciones literarias y visuales de la Guerra del Pacífico (1879-1884) en las revistas culturales chilenas publicadas entre 1898 y 1912. El trabajo aborda las transformaciones del mundo periodístico en el periodo y la modernización de las revistas culturales, asociadas a una nueva generación de intelectuales y artistas. Desde la perspectiva de la historia cultural de la guerra, se analizan las representaciones del pasado bélico y sus usos por parte del nacionalismo chileno expresados en las páginas de las revistas culturales a través de las biografías, cuentos, crónicas, testimonios, poemas e ilustraciones.

Palabras clave: Guerra del Pacífico, revistas culturales, nacionalismo, imaginario nacional, Chile.

Abstract: This article examines the literary and visual representations of the War of the Pacific (1879-1884) in Chilean cultural magazines published between 1898 and 1912. The work addresses the transformations of the journalistic world in the period and the modernization of cultural magazines, associated with a new generation of intellectuals and artists. From the perspective of the cultural history of the war, the representations of the war past and its uses by Chilean nationalism are analyzed in the contents of cultural magazines through biographies, short stories, chronicles, testimonies, poems, and illustrations.

Keywords: War of the Pacific, cultural magazines, nationalism, national imaginaries, Chile.

Resumo: Este artigo examina as representações literárias e visuais da Guerra do Pacífico (1879-1884) nas revistas culturais chilenas publicadas entre 1898 e 1912. A obra aborda as transformações do mundo jornalístico no período e a modernização das revistas culturais, associadas a uma nova geração de intelectuais e artistas. Do ponto de vista da história cultural da guerra são analisadas as representações do passado guerreiro e seus usos pelo nacionalismo chileno expresso nas páginas das revistas culturais por meio de biografias, contos, crônicas, testemunhos, poemas e ilustrações.

Palavras-chave: Guerra do Pacifico, revistas culturais, nacionalismo, imaginário nacional, Chile.

 

Recibido: 30/10/2020 - Aceptado: 28/01/2021

 

«No olvides, no, las glorias de la guerra».[1][2]

Joaquín Montero

 

Introducción

La Guerra del Pacífico (1879-1884), que enfrentó a Chile con la alianza de Perú y Bolivia, fue uno de los conflictos bélicos más relevantes en América del Sur. Las disputas por la zona salitrera del desierto de Atacama se radicalizaron y en 1879 desembocaron en el estallido del conflicto. Chile comenzó a avanzar su frontera hacia el norte, ocupando militarmente las regiones de Antofagasta, Tarapacá, Arica y Tacna a mediados de 1880, tras lo cual Bolivia abandonó el conflicto. La ocupación chilena de Lima, entre 1881 y 1883 fue uno de los momentos centrales de la guerra, en tanto permitió a las dirigencias chilenas presionar por la paz previa cesión territorial de los territorios de Tarapacá, Tacna y Arica. El final de la guerra redibujó las fronteras en el desierto de Atacama, que pasó a incorporarse al territorio chileno, que además se hizo con la riqueza salitrera de la zona y confinó a Bolivia a la mediterraneidad. El impacto de la guerra no solo fue territorial y geoestratégico. La difusión sistemática del discurso bélico de aquellos años incidió en la conformación de relatos patrióticos que devinieron en elementos centrales en la constitución del nacionalismo en los países contendientes. Estos discursos e imaginarios se prolongaron tras el cese de las hostilidades, por las singularidades diplomáticas del fin del conflicto, pues el fin de la conflagración no resolvió las disputas territoriales de los países involucrados. En efecto, las negociaciones diplomáticas sobre los límites entre Chile y Bolivia llegaron a su fin en 1904; mientras que los diferendos fronterizos entre Chile y Perú culminaron hacia 1929.

Este trabajo analiza la prolongación de relatos nacionalistas en los años de la postguerra, entendiendo el nacionalismo como la expresión de un «lenguaje y un simbolismo» sobre la nación, que releva su historia, su territorio, la singularidad de sus costumbres, sus héroes y su sentido de destino.[3] Para examinar la guerra desde nuevas temporalidades, es decir, ampliándolas para examinar sus legados, esta investigación lo hace inscribiéndose dentro del «giro cultural» de los estudios sobre los conflictos bélicos, abordaje que busca romper el tradicional monopolio militar en este campo, y que, con una mirada interdisciplinar entiende la guerra como un fenómeno social y cultural que deja sus huellas en múltiples soportes narrativos, iconográficos, visuales, arquitectónicos, museísticos, etc.[4] Este trabajo recoge estos planteamientos, y los vincula con el interés de la historia cultural por las representaciones sociales del pasado, por los usos de la historia y por los imaginarios nacionales. Esta categoría será entendida en estas páginas de acuerdo con lo delineado por Miguel Rojas Mix, definiéndola como aquel conjunto de imágenes, relatos y discursos que descansan en una visión canónica y estilizada de la historia nacional, compuesta de «héroes fundadores, ideas, valores y alegorías patrias que tienen un efecto vinculante para la vida política y social, ya que son cohesionadoras del cuerpo social».[5]

En la conformación de estas representaciones el periodismo desempeñó un papel central. Como ha destacado la historiografía chilena, durante la Guerra del Pacífico la prensa cumplió una labor destacada, no solo informando al auditorio local de las vicisitudes de una guerra peleada a miles de kilómetros del país, sino también perfilando a los enemigos, exaltando la propia causa, estableciendo un panteón heroico y fijando una narrativa justificadora de las razones del conflicto.[6] Estos imaginarios no cesaron con el fin de las hostilidades sino que se extendieron en las décadas siguientes. Estos imaginarios tuvieron la capacidad de migrar y reformularse en contextos sociales diferentes, mediante la labor de nuevos actores y también en soportes comunicacionales distintos. Uno de estos fueron las revistas culturales del cambio de siglo.

Durante el tránsito del siglo XIX al XX un conjunto de revistas culturales vio la luz casi de manera simultánea, instalándose en una esfera pública más amplia y heterogénea, con el propósito de captar la atención de un público lector más diverso. En este trabajo se entiende a las revistas culturales como soportes comunicacionales de una periodicidad más espaciada que la del diario, con un cuerpo de colaboradores reconocible, con una impronta marcadamente literaria y cuya línea editorial se encuentra, al menos en términos de sus declaraciones, distanciada de la actualidad noticiosa. De acuerdo a esta tipología, el corpus documental que sustenta esta pesquisa se compone de La Lira Chilena (1898-1906), editada por Ricardo Fernández Montalva y dirigida artísticamente por Luis Fernando Rojas; La Ilustración (1899-1905), dirigida por Manfredo Poblete, con la dirección artística de Luis E. Gutiérrez, Emilio Dupré, Guillermo Helfmann y José Foradori; Pluma y Lápiz (1900-1904), fundada por el poeta Marcial Cabrera Guerra; Instantáneas (1900), editada por Joaquín Díaz Garcés; Luz y Sombra (1900), cuyo propietario fue el pintor Alfredo Melossi; e Instantáneas de Luz y Sombra (1900-1901), resultado de la fusión de ambas revistas, uno de cuyos redactores principales fue Augusto D’Halmar; Chile Ilustrado (1902-1905), dirigida por Luis Barros Méndez e Ignacio Balcellspropietarios de la Imprenta Barcelona— y con la colaboración artística de Alejandro Fauré; La Revista Nueva (1900-1903), dirigida por el abogado e historiador Enrique Matta Vial; y Selecta (1909-1912), bajo la conducción del novelista Luis Orrego Luco.

El marco temporal escogido (1898-1912) responde a la selección de ese corpus documental, pero también se justifica por otras razones. En primer término, porque ese conjunto de revistas culturales expresa la transición desde los modelos decimonónicos a las revistas literarias modernas que alcanzarán su esplendor en la década de 1920, como Atenea, Babel, Claridad, etc. Como sugiere Marina Alvarado en su estudio —que sintomáticamente culmina en 1894— es en la última década del siglo XIX donde esta transformación es más nítida.[7] Como veremos más adelante, este marco temporal alberga la producción seminal de la llamada Generación del 1900, autodefinida por uno de sus miembros más conspicuos como «la primera auténticamente literaria».[8] Por último, en términos históricos representa un momento en el que tras la Guerra Civil de 1891 comienzan a arreciar en el discurso público los cuestionamientos al régimen parlamentario, y donde la proximidad con los festejos del Centenario de la independencia (1910) incidió en la creciente hegemonía del discurso nacionalista en la esfera pública.

Este conjunto de fuentes ha sido abordado por la historiografía específicamente desde la perspectiva de la historia de la literatura.[9] El propósito de este trabajo, por el contrario, es examinarlas desde una perspectiva conjunta: como objetos de estudio en sí mismas, estudiando su rol de articuladores de una nueva generación de escritores locales; y como soporte de información sobre un tema específico, en este caso, cómo ese conjunto de escritores y artistas visuales representó la Guerra del Pacífico en sus páginas.

De este modo, las revistas culturales serán examinadas en este trabajo como un soporte privilegiado de difusión de discursos e imaginarios nacionalistas asociados a la Guerra del Pacífico, devenida en cantera prolífica de insumos reforzadores de la identidad chilena. La estructura del artículo se divide en tres partes. En la primera de ellas, se estudian las revistas culturales debido a las transformaciones de la esfera pública chilena del cambio de siglo y su impacto en la generación del 1900. En segundo lugar, se analizan las estrategias de representación del conflicto de 1879 en sus páginas, por medio de la literatura, la poesía y el teatro, el uso de las figuras heroicas, el tratamiento al tema de los veteranos de la guerra y las representaciones visuales alusivas a la conflagración. Por último, se abordan las estrategias discursivas con las cuales, desde lógicas nacionalistas, el imaginario de la Guerra del Pacífico fue utilizado para cuestionar el decadentismo que creía observar en la sociedad contemporánea y contraponerlo a ese pasado idealizado.

 

Revistas culturales chilenas en el cambio de siglo

El cambio de siglo vio una expansión considerable de la cultura impresa en el contexto chileno. El aumento explosivo de periódicos a nivel nacional, la modernización de sus estrategias empresariales, la ampliación de su alcance y cobertura social, la inclusión de nuevas estrategias narrativas, la especialización temática de las nuevas revistas y el desarrollo técnico que permitió la incorporación de la fotografía en sus páginas, entre otros aspectos, dan cuenta del cambio de la esfera pública a fines del siglo XIX e inicios del siglo XX.[10] Periódicos como El Mercurio, por ejemplo, lideraron esta transformación. Como recordó uno de sus editores, la modernización editorial del diario rompería «todos los viejos moldes» constituyendo una verdadera «revolución de la prensa chilena».[11] Todos estos medios contribuyeron a allanar el camino hacia la constitución de lo que Stefan Rinke llamó «cultura de masas», que se expresaría con fuerza en las décadas siguientes.[12]

Estos cambios económicos, estéticos y técnicos en los medios de comunicación escrita impactaron, inevitablemente, a las revistas culturales del cambio de siglo. Estas, de la mano de una nueva generación de intelectuales, incorporaron algunos de estos elementos en su formato, con la notable excepción de La Revista Nueva, que dirigida por Enrique Matta Vial mantuvo el formato de las revistas culturales clásicas del siglo XIX, como la Revista del Pacífico o la Revista Chilena.[13] La transformación de las revistas culturales del período implicó cambios en la periodicidad de algunas de ellas —semanales, quincenales o mensuales— la reducción en las extensiones de las colaboraciones, la multiplicación de secciones y, especialmente, el desarrollo de una sensibilidad estética mayor expresado en la explotación de los medios visuales como el grabado, la pintura y la fotografía. La materialidad de las revistas no fue un aspecto accesorio para sus editores. La atención a los detalles estéticos en términos de edición, como el cuidado en la elección del papel, el uso del color, la nitidez de las reproducciones visuales y el impacto estético de las portadas, buscaron atraer la atención de nuevos lectores presentando las revistas no solo como soportes de difusión de ideas, sino también como objetos suntuarios.

En cierto sentido, estos cambios estuvieron asociados a estrategias para hacerlas rentables económicamente permitiendo su proyección en el tiempo, pero también intentando disputarle el terreno y el público lector a géneros novedosos y masivos, como las revistas magazinescas, tales como Sucesos (1902-1931), Pacífico Magazine (1913-1921) y, especialmente, la revista Zig-Zag (1905-1964).[14] Así, el cambio de diseño de las revistas culturales en comparación a sus pares decimonónicas obedecía a su necesidad de supervivencia, en un país donde, como declaró Samuel Fernández Montalva a comienzos de 1901, «la mortalidad infantil literario-artística alcanza un coeficiente superior al 99½ por ciento».[15] Con las nuevas innovaciones, algunas de ellas alcanzaron tirajes elevados para los marcos de este tipo de publicaciones como Selecta y La Lira Chilena. Esta última, por ejemplo, a mediados de 1902 logró alcanzar los 17.000 ejemplares por número.

Estas transformaciones fueron paralelas, y de hecho estaban íntimamente conectadas con las que en el mismo momento estaban teniendo lugar en el campo cultural chileno, asociado al surgimiento de lo que el periódico El Liberal llamó «nueva generación intelectual».[16] Con sorna, un colaborador de Pluma y Lápiz caracterizó a esa generación a través del personaje del «aprendiz de literato» que pululaba en torno a las salas de redacción de los periódicos y las revistas culturales, y que con cada nuevo artículo, crónica o poema publicado «ya se cree toda una celebridad americana, y sueña grandezas y habla doctoralmente».[17] La presencia numerosa de estos nuevos personajes en el campo literario chileno fue el resultado de cambios estructurales relevantes. En efecto, como explicó Gonzalo Catalán en un trabajo seminal, entre 1890 y 1920 se produjo una transformación estructural en el campo cultural chileno, que estuvo asociado al surgimiento de una nueva generación de escritores, de orígenes sociales y geográficos diferentes a la tradicional elite santiaguina, y con la posibilidad de dedicación exclusiva a la producción de bienes culturales. Esa cohorte de nuevos periodistas y escritores vieron en el ensanchamiento de la esfera pública una instancia para profesionalizar su labor.[18] Esa transformación sería crucial para diferenciar a los escritores de las revistas culturales aquí examinadas de sus predecesores decimonónicos. El cambio decisivo fue lo que Julio Ramos definió como la autonomización del campo de las letras respecto a la política, un vínculo estrecho que había caracterizado la función de los letrados del siglo XIX. Tal sería una de las diferencias sustantivas entre el rol que desempeñaron los nuevos escritores abordados en este trabajo.[19]

Esa nueva generación de escritores fue nucleada en torno a las revistas analizadas en este trabajo. Esto no nos sorprende, pues como ha señalado Jacqueline Pluet-Despatin las revistas fueron espacios de sociabilidad, puntos de intersección de trayectorias sociales e intelectuales, y centros de confluencia de productores culturales a los cuales contribuyó a cohesionar.[20] Es lo que apunta Raúl Silva Castro a propósito de Pluma y Lápiz, calificándola de un verdadero hito para la historia literaria de Chile, en tanto aglutinó a la generación de 1900 y visibilizó el trabajo de nuevos autores provincianos.[21]

Hubo también otras instancias de sociabilidad complementarias a las revistas. Entre estas descolló el Ateneo de Santiago, que en aquellos años reactivó sus actividades con particular intensidad, después de un momento de «catalepsia», especialmente a instancias de los escritores jóvenes.[22] Dirigido por Samuel Lillo, académico de la Universidad de Chile, la institución desempeñó un papel clave no solo en la promoción de la literatura moderna y la difusión de los nuevos debates estéticos, sino también en propiciar la participación periódica de la nueva generación intelectual, contribuyendo a su cohesión como grupo. Así, en las veladas de discusión del Ateneo participaron escritores que poblaron las páginas de las revistas culturales aquí examinadas, como Baldomero Lillo, Víctor Domingo Silva, Augusto D’Halmar, Antonio Bórquez Solar, Luis Galdames, Pedro Gil, Manuel Magallanes Moure, Amanda Labarca Hubertson, Guillermo Labarca Hubertson, Federico Gana, Carlos Pezoa Véliz, Rafael Maluenda y Diego Dublé Urrutia, entre otros.[23]

Una de las características de aquella generación, rasgo que se expresó de manera notable en las páginas de las revistas, fue el vínculo entre escritores y artistas visuales, como escultores, dibujantes, grabadores, pintores y fotógrafos.[24] Las revistas y periódicos no solo cohesionaron a la nueva generación de escritores, sino también contribuyeron a nuclear a los artistas visuales, crecientemente demandados en las páginas de los nuevos medios. El pintor Pedro Subercaseaux, por ejemplo, recordó cómo en sus inicios fue contratado por Zig-Zag como ilustrador, labor que desempeñó en estrecha colaboración con otros artistas vinculados al mundo periodístico, evidenciando la sinergia entre el mundo de las letras y el mundo de la ilustración. Ricardo Richon Brunet, Julio Bozo, Nataniel Cox Méndez, entre otros, contribuyeron a ilustrar las novelas, crónicas y escritos salidos desde las prensas de la editorial.[25] Luis E. Gutiérrez en La Ilustración; Santiago Pulgar en Instantáneas; José Foradori en Chile Ilustrado; Pedro Subercaseaux en Selecta; Alejandro Fauré y Luis Fernando Rojas en las páginas de La Lira Chilena, entre otros, aportaron la decisiva dimensión visual que adquirirían las revistas culturales en el cambio de siglo.[26]

Por último, las revistas culturales no solo contribuyeron a nuclear a la nueva generación de escritores del 1900 y a los artistas visuales, sino que tuvieron un papel significativo en la difusión, producción e instalación en el debate nacional de las nuevas corrientes estéticas, como el modernismo y el criollismo. Esto se expresó también en sus páginas al abrirlas al diálogo transnacional y posicionar una sensibilidad literaria americanista, difundiendo la producción intelectual del continente con el propósito de, como dijo el editor de La Lira Chilena, Ricardo Fernández Montalva, «cooperar, según nuestras fuerzas, a que, por medio del pensamiento escrito, se estrechen en lo posible los vínculos morales que unen a la América Latina».[27] Así, el listado de escritores, poetas y periodistas hispanoamericanos que colaboraron en las páginas de las revistas culturales fue extenso, incluyendo nombres tales como Rubén Darío, Ricardo Palma, Manuel Ugarte, José Santos Chocano, José Ingenieros, Leopoldo Lugonés, Amado Nervo, José Enrique Rodó, Eugenio G. Noé y Pedro Emilio Coll, entre muchos otros.

 

La guerra en papel: representaciones literarias, héroes y cultura visual

El registro narrativo dominante escogido en las revistas culturales para representar la Guerra del Pacífico más que centrarse en las experiencias existenciales, reivindicaron la guerra como “experiencia colectiva”, para ponerlo en términos de Frederic Jameson, aquel registro que demanda la idea de unidad nacional cohesionada por la contienda.[28] Ese fue el tenor editorial que circunscribió la construcción discursiva que representó la guerra frente al auditorio chileno del cambio de siglo. La difusión de reflexiones sobre la guerra utilizó soportes narrativos como la poesía, el cuento, el teatro, las memorias, la crónica y la biografía, sirviendo de instancia para que la generación del cambio de siglo nucleada en torno a las revistas ensayara sus visiones sobre lo nacional y el conflicto. En dicha representación, las visiones disonantes o críticas de la guerra estuvieron prácticamente ausentes —con la excepción, quizá, de algunos testimonios directos de los combatientes—, las representaciones literarias contribuyeron a estilizar y depurar el conflicto de los aspectos sombríos de la conflagración, neutralizando así los dilemas morales asociados al peso de la violencia en el proceso de formación nacional.

Como revistas literarias, la poesía tuvo su lugar preponderante, siendo un medio utilizado de manera persistente para homenajear la memoria de la guerra y de sus héroes.[29] La poesía reflejó una tensión importante en las páginas de las revistas culturales, entre su deseo de visibilizar las nuevas corrientes literarias —en particular, el modernismo— y la recurrencia en este tipo de poemas al paradigma convencional cercano al registro épico y patriótico decimonónico. Así, no deja de ser sintomático que en mayo de 1903 Pluma y Lápiz haya insertado un poema de 1871 escrito por Ernesto Riquelme, uno de los héroes del combate naval de Iquique, donde más que su calidad literaria lo relevante era la personalidad de su creador. Su inserción, aclaraban los editores, obedecía a su estatus de reliquia literaria, «como si fuera una hoja arrancada a la corona de mirtos y laureles que orla las sienes del héroe-niño».[30]

En el espacio de las narraciones, los cuentos destinados a abordar la guerra desde una perspectiva patriótica encontraron buena acogida en las páginas de las revistas culturales. La práctica no era extraña para aquella generación. En 1898 Marcial Cabrera —editor de Pluma y Lápiz— junto a otros escritores asiduos en las páginas de las revistas culturales de la época, como Antonio Bórquez Solar, el poeta Diego Dublé Urrutia y Ángel Custodio Espejo habían publicado unos Cuentos militares, cuyo telón de fondo era la Guerra del Pacífico.[31] En el espacio de los relatos breves, el conflicto de 1879 fue utilizado para abordar una serie de temas como la cultura del honor asociada al mundo castrense;[32] el entusiasmo para acudir al llamado de la patria en peligro;[33] el dolor de la ruptura con los afectos cotidianos del hogar y cómo la experiencia colectiva de la guerra permitía sobrellevarlo;[34] la resignación ante la pérdida de seres queridos muertos heroicamente,[35] y la guerra como experiencia niveladora que permitía, al menos simbólicamente, la integración nacional.[36]

La Lira Chilena fue un poco más allá y publicó en sus páginas algunas obras dramáticas, que en cuanto a su trama y diálogos remitían al teatro patriótico típico del conflicto de 1879,[37] no significando una ruptura estilística con la generación anterior. Así, en julio de 1906, el actor y poeta Joaquín Montero dio a la luz la obra «¡21 de mayo de 1879!», pieza alegórica donde se establecía un diálogo entre la Paz, Marte, Chile y Arturo Prat, mostrando al país como una nación laboriosa y pacífica pero que cuando era obligada a empuñar las armas no recelaba del conflicto siendo, de hecho, la «hija querida» del dios de la guerra. Arturo Prat, por su parte, simbolizaba «todos los lauros que conquista el hombre, todas las glorias de la patria mía».[38] Un par de meses después el español Carlos Valerdi, que desempeñó labores como redactor en El Diario Ilustrado, publicaba «Patria o paso a la justicia. Drama patriótico-social en tres actos». En ella, con el cliché del amor imposible entre miembros de clases sociales diferentes, la contienda de 1879 fue pensada como la instancia épica que permitía justamente superar esas fronteras a través de la conformación de una nueva aristocracia del valor guerrero. Esta, encarnada por personajes como Rafael y Juan, encarnación del «roto chileno», vendrían con su valor patriótico desplegado en el frente de batalla a reemplazar a la decadente aristocracia del dinero encarnada por Arturo, para quien la misma idea del honor nacional resultaba absurda —«Para mí el honor es la caja, y la patria las niñas bonitas», sentenciaba el antagonista.[39]

Otro recurso narrativo presente en las páginas de las revistas culturales para representar la guerra fue la inclusión de memorias, cartas, diarios y testimonios de los participantes en el frente de batalla, un recurso especialmente utilizado en las páginas de Selecta. Este brindaba una legitimidad al escrito que provenía justamente de la condición de ser emanado de un testigo directo de los sucesos, elevándolo a la condición de patrimonio histórico. Los fragmentos de las memorias insertadas se caracterizaron por la evocación nostálgica y patriótica del conflicto, depurando, gracias al filtro del tiempo, a la experiencia de la guerra de la violencia y sus traumas. Algunos de estos testimonios fueron utilizados editorialmente a propósito de efemérides, como ocurrió con documentos de sobrevivientes del combate naval de Iquique.[40] Otros, como adelantos editoriales de obras en proceso de publicación, como aconteció con las memorias de José Clemente Larraín. En ellas de alguna forma el oficial refrendó varios de los lugares comunes de la narrativa chilena sobre las razones de la victoria, al oponer el profundo y extendido patriotismo en las filas nacionales con su ausencia en las tropas enemigas. Estas, más que movilizadas por afectos patrióticos, «semejaban recuas que obedecen al aguijón o al látigo». Sus batallones estaban «mal vestidos y peor equipados, y con una disciplina dudosa; y mandados por oficiales bullangueros, pretenciosos en subido grado, y licenciosos todavía», afirmaba.[41]

Sin embargo, el recurso al testimonio directo de los combatientes también podía tensionar los relatos estilizados sobre el conflicto. En especial cuando la publicación fue de diarios inéditos de combatientes, en los cuales se evidenciaban los claroscuros de la vida en campaña. En efecto, en los registros inmediatos, como las cartas desde el frente o los diarios de campaña, la visión de la guerra tiende a ser más cruda, descarnada y heterogénea, aunque no por eso menos nacionalista. La experiencia del combate termina convirtiéndose en un umbral, en una frontera iniciática donde no hay espacio para la idealización, pues el encuentro directo con la guerra, la muerte y la devastación termina inevitablemente expresándose en los testimonios que, aunque conservan un tono celebratorio de la identidad nacional —y en este sentido se avienen bien con las representaciones patrióticas hegemónicas del conflicto—, dan cuenta también de los sufrimientos provocados por la conflagración.[42]

En las páginas de La Revista Nueva, que habitualmente publicaba documentos históricos, preferentemente del periodo independentista, se publicó el diario inédito del teniente coronel Jorge Wood, correspondiente a las batallas de San Juan y Chorrillos (enero de 1881). En sus páginas, la guerra y el imperio de la contingencia que la contextualizan marcaron la tónica del relato. Wood llegó a poner en duda la conducción de los altos mandos, cuando cuestionó el temerario plan de ataque del general Manuel Baquedano, a quien acusó de no reparar en la «economía de la sangre» en su estrategia. La victoria en aquellas batallas se había alcanzado gracias a un alto costo humano, lo que mostraba el lado macabro de la guerra, cuestionando incluso los excesos cometidos por los soldados chilenos. «Es espantosa la matanza y los estragos que ha habido aquí», aseguraba. Y agregaba: «Nuestros soldados han sido despiadados y crueles en su venganza de las crueldades inauditas de Tarapacá», resultado de «su sed ciega de sangre y de licor». Las escenas «de ruina y de muerte» en el balneario de Chorrillos tenían poco de épico, confidenciaba: «¡Que horrible espectáculo ofrece una ciudad tomada por asalto en tales condiciones!».[43]

El testimonio de Wood no fue aislado. En las páginas de Selecta, a propósito de un nuevo aniversario de la batalla de Tacna (mayo de 1880) se publicó parte del diario inédito del coronel Diego Dublé Almeida. En su testimonio nuevamente se expresó la tensión entre la idealización de la guerra imaginada a la distancia y el impacto entre quienes la experimentaron en carne propia. Aunque alababa el patriotismo y el entusiasmo de la tropa chilena que había alcanzado una victoria decisiva en los Altos de la Alianza, con grandes bajas en sus filas, el oficial reparaba en esta asimetría de percepciones sobre el conflicto. En la mente del combatiente la alegría del triunfo pronto se disipaba «al contemplar sus horrores», afirmaba. «Los que están lejos y reciben noticias de los triunfos se alegran y divierten, porque no presencian las escenas dolorosas que se producen después de una batalla. No ven los cadáveres de los que pocas horas antes eran nuestros alegres compañeros; no presencian los sufrimientos de los heridos, ni las terribles amputaciones; no reciben las confidencias y los últimos encargos de los que agonizan. Todo esto produce mucha tristeza y el espíritu queda enfermo», agregaba.[44]

Entre las estrategias para difundir contenidos alusivos a la Guerra del Pacífico en las páginas de las revistas culturales se encuentra el recurso a la crónica y la reseña biográfica de figuras consideradas heroicas. De hecho, el uso de los héroes a propósito de efemérides —batallas, natalicios, aniversarios luctuosos, etc.— fue una de las instancias donde la guerra cobró gran visibilidad. La apelación a los héroes como figuras polisémicas e idealizadas permitían proyectar en ellos sistemas de valores asociados a la nación —abnegación, sacrificio, valentía, desprendimiento, la preeminencia del interés nacional ante el bien personal, entre otros—, valores que se invitaba a la comunidad a emular, cumpliendo en términos simbólicos un rol cohesionador clave en la forja de las identidades nacionales.[45]

Dentro del panteón heroico chileno construido en torno a la Guerra del Pacífico, descolló la figura de Arturo Prat. Como ha explicado William F. Sater en su clásico y detallado estudio sobre el culto al héroe, los años aquí examinados corresponden al momento de «resurrección del héroe», cuando los usos de su figura se hicieron más intensos como ejemplo de virtud cívica y guerrera.[46] En términos proporcionales, los retratos e ilustraciones alusivas a su figura en las páginas de las revistas culturales no tuvieron contrapeso. La idealización del héroe, presente en las biografías que lo presentaban como un ciudadano modelo desde la cuna hasta la sepultura,[47] se expresaba en su elevación a símbolo nacional —incluso americano[48]—, en cuya biografía podía leerse ni más ni menos la historia de Chile. Prat, aseguraba una reseña biográfica «más que un hombre, es un símbolo, más que una tradición, la historia de la raza entera; el laurel ofrendado a su tumba, el incienso quemado ante el ídolo de su nombre, reúne en sí el premio a muchos valores desconocidos». Tal era la gloria póstuma de Prat: «haber reunido en sí los tributos de todos los buenos ciudadanos y todos los premios a los bravos defensores».[49]

 

Imagen 1 - Galvarino Lee, «21 de mayo de 1879»,
Pluma y Lápiz, 22 de mayo de 1904.

 

Imagen 2 - José Foradori, portada de Chile Ilustrado, mayo de 1904.

 

 

Pese a su papel descollante, Prat no fue el único combatiente en la guerra de 1879 elevado a la categoría de héroe. En las páginas de las revistas culturales los contenidos asociados a los héroes del conflicto pueden ser agrupados en tres categorías: una categoría amplia, que aglutinaba a la oficialidad del ejército combatiente; otra categoría, la del héroe mártir, que exaltaba a los caídos en batalla; y por último, la de aquellos héroes populares que habían sobrevivido a la guerra. Aunque no fue la única,[50] las páginas de La Lira Chilena a través de su sección «Glorias de Chile», fueron claves en la difusión de los rasgos biográficos de los héroes del país, sobresaliendo en la selección aquellos que combatieron en 1879. Allí se difundieron, por ejemplo, los perfiles biográficos de personajes como José Olano,[51] o los soldados Marcos Latham, Elías Cruz Cañas, Tomás Yávar, Carlos Silva Renard[52] y del general Manuel Baquedano.[53] Portadas de la revista fueron dedicada al teniente coronel Roberto Souper,[54] a Arturo Fernández Vial, Luis Uribe,[55] Ernesto Riquelme,[56] y en general a los jefes y comandantes chilenos de la guerra.[57] El único personaje femenino que rompió el monopolio masculino del valor guerrero fue Irene Morales, quien pasó a simbolizar «el tipo de la mujer guerrera chilena», al decir de su biógrafo, Justo Abel Rosales.[58]

Una categoría que se instaló con la Guerra del Pacífico en el panteón chileno fue la del «héroe mártir», íconos que encarnaban el valor sacrificial.[59] Además de Prat, las revistas culturales del período pusieron de relieve a las figuras de Ignacio Serrano, Eleuterio Ramírez y los 77 soldados de la 4ª Compañía del Batallón Chacabuco 6° de Línea muertos en el combate de La Concepción, cuyo retrato colectivo ilustró la portada del número especial que La Lira Chilena dedicó al ejército y los veteranos de 1879.[60] Del melipillano Ignacio Serrano, heredero de una «raza militar», se afirmó que sin poseer aptitudes excepcionales aceptó su destino muriendo en el cumplimiento de su deber como cualquier soldado chileno. Era eso lo que lo volvía admirable.[61] Pedro Pablo Figueroa por su parte recalcó cómo Serrano llevó hasta el extremo el deber y el sacrificio en batalla, «aspirando solo a servir a su patria con abnegación sin límites».[62] Si Serrano junto a Prat encarnaron ese valor en la Armada, Eleuterio Ramírez lo había hecho en el Ejército, teniendo una muerte digna de un chileno al «morir matando», pese a estar cercado por tropas enemigas.[63] Para el escritor Guillermo Labarca Hubertson, el osornino Ramírez, descendiente de una «raza de guerreros», era el ejemplo del valor hasta las últimas consecuencias. La valentía con la que el teniente coronel había combatido junto a su tropa en la batalla de Tarapacá «no ha sido nunca sobrepasada por ningún ejército del mundo», porque, pese a las circunstancias adversas, «espontánea, voluntaria y conscientemente, todos consintieron en morir por la patria».[64]

Respecto a los sobrevivientes, más allá de recordar a los del combate naval de Iquique,[65] dos casos destacaron. Por una parte, el almirante Juan José Latorre, vencedor en la batalla naval de Angamos.[66] Pese a su hazaña, según reportaba La Ilustración, en su retorno a la vida civil Latorre nunca había buscado prebendas ni honras a su persona. «El señor Latorre es el héroe más modesto y más honrado que puede concebirse».[67] Los funerales del almirante en julio de 1912 fueron un escenario propicio para remarcar una vez más las virtudes de quien en vida «era reliquia bien amada de los suyos, y muerto, pasa a ser ídolo en el santuario de la Patria», un héroe que «fue en la paz lo mismo que en la guerra: abnegado, íntegro y noble servidor de la patria».[68] Si el caso de Latorre fue utilizado para hablar de cómo las virtudes del héroe trascendían el tiempo bélico, el caso de Arturo Villarroel, el popular «General Dinamita», sirvió para hablar del olvido en que habían caído muchos de los combatientes y la necesidad de que el Estado estableciera medidas reparatorias. El prolífico biógrafo Pedro Pablo Figueroa abordó la vida extraordinaria de Villarroel, a quien llamó un «poeta del ideal infinito, soldado heroico, viajero incansable, misionero de caridad y apóstol de patriotismo», el que, sin embargo, se encontraba postrado viviendo poco menos que de la caridad pública.[69] No fue una reflexión aislada. En «La Agonía de un Héroe», la revista Pluma y Lápiz volvió a contrastar la abnegación heroica de quien terminó la guerra mutilado por sus arriesgadas acciones en el frente y la pobreza en que se encontraba debido a la pequeña pensión de invalidez brindada por el gobierno.[70]

En un registro afín, las revistas culturales dedicaron páginas relativas a cubrir aspectos de la vida de los veteranos de la guerra, colectivo que en aquellos años comenzó a desplegar una intensa actividad asociativa, mutualista y reivindicativa de su papel en la historia reciente del país.[71] Además de ser representados como depositarios privilegiados del valor patriótico,[72] las revistas culturales dieron cobertura a algunas de sus actividades, tales como la inauguración de mausoleos, conmemoraciones y romerías, junto con la inclusión de retratos de algunos de ellos.[73] En una evocación histórica a propósito del aniversario de las batallas de Chorrillos y Miraflores el filólogo Aurelio Murillo remarcó la deuda de gratitud que su generación tenía para con los sobrevivientes del conflicto, aquellos que «supieron esculpir el nombre de Chile en el templo de la Fama» y que ahora recibían poco menos que «migajas» en retribución de sus actos heroicos.[74] Ese discurso de retribución de gloria y honor hacia los veteranos fue replicado por el poeta Samuel Fernández Montalva:

Siento el pecho conmovido / al pedir un ¡hurra! ufano

Por el noble veterano / de nuestro Chile querido.

Por el que ayer con sereno / valor y diestra atrevida,

Ofrendar supo su vida / por el tricolor chileno;

Por el que ayer resguardó / de nuestra Patria el derecho,

Poniendo al frente su pecho / que la muerte respetó;

Por el bravo que al sentir / de la Patria el clarinear,

Siempre ha sabido pelear / hasta vencer o morir![75]

Por último, una de las estrategias recurrentes en las páginas de las revistas culturales para dar cuenta de su visión del conflicto de 1879 fue el uso de imágenes. Estas, de acuerdo con Francis Haskell, tienen un impacto decisivo en la «imaginación histórica».[76] Para el caso chileno, las innovaciones tecnológicas en el diseño en el cambio de siglo —específicamente el extenso recurso de las ilustraciones y fotografías en sus páginas— la vuelven una fuente histórica valiosa para dar cuenta de las representaciones visuales de la guerra. Como ha notado Jean-Pierre Bacot, la difusión de imágenes estereotipadas sobre lo nacional, además de sus correspondientes comentarios, construyen sentimientos de pertenencia en el público lector, resultado del «poder retórico» de las ilustraciones que configuran un «espacio simbólico de representaciones» propicio para la difusión de los imaginarios sobre la nación.[77] En el caso de las imágenes asociadas a la guerra en la prensa, su impacto «no verbal» en la fabricación de sensibilidades patrióticas y la estilización de la violencia para ser incorporada de manera periódica en la construcción del nacionalismo, constituyéndose en una fuente clave para analizar la cultura visual de los conflictos bélicos.[78]

       Entre los ilustradores de la guerra, el más destacado fue Luis Fernando Rojas. Él mismo había desempeñado un rol clave en la difusión de grabados asociados a los héroes y en las páginas de los periódicos durante la Guerra del Pacífico, labor en la que alcanzó uno de sus hitos más sobresalientes al ilustrar el Álbum de la gloria de Chile, de Benjamín Vicuña Mackenna.[79] Desde las páginas de La Lira Chilena, del cual fue su director artístico, Rojas colaboró sistemáticamente representando diversos episodios de la historia chilena. En sus páginas, dentro de estos eventos históricos del país la Guerra del Pacífico fue el hito más representado, por sobre la Independencia o la Guerra Civil de 1891 (Imágenes 3 y 4). Las ilustraciones abordaron la guerra desde la lógica de la exaltación patriótica, con predilección por las batallas y el rol de los héroes. A diferencia de sus representaciones contemporáneas a la guerra, las nuevas obras de Rojas a inicios del siglo XX ahora incluyeron color, se centraron en hitos reconocibles por el gran público y en la confección de imágenes para retratar batallas que los pintores académicos no estuvieron interesados en elaborar durante esos años.

 

Imagen 3 - Luis F. Rojas, «Batalla de Chorrillos. Carga de los granaderos»,

La Lira Chilena, 18 de enero de 1903

 

Imagen 4 - Luis F. Rojas, «Heroica muerte del jefe del 2° de línea, Eleuterio Ramírez»,

La Lira Chilena, 27 de noviembre de 1904

 

Pese a su lugar descollante, la labor de Rojas fue acompañada por una serie de ilustradores contemporáneos. Los retratos de héroes, las representaciones de batallas, la ilustración de cuentos, la ornamentación de las portadas, todas fueron instancias de las cuales se valieron diversos artistas para representar el conflicto de 1879, aunque bajo la misma estética patriótica. También se dieron espacio en sus páginas para visibilizar nuevas obras pictóricas alusivas a la guerra, como las de Alejandro Rodríguez (Imagen 5), a propósito del combate naval de Iquique, o el retrato que Pedro Subercaseaux —por ese entonces el pintor de historia más relevante del país— elaboró sobre el general Manuel Baquedano, en su marcha hacia la batalla de Tacna (Imagen 6).

 

Imagen 5 - Alejandro Rodríguez, «Últimos momentos de la Esmeralda»,

Pluma y Lápiz, 21 de mayo de 1903.

 

 

Imagen 6 - Pedro Subercaseaux, «Retrato ecuestre del general Baquedano»,
Selecta,
septiembre de 1912.

 

La nostalgia guerrera: exaltación del pasado bélico e imaginario nacionalista

Uno de los aspectos interesantes de las revistas culturales chilenas del período aquí examinado es cómo en sus páginas se entrecruzaron los esfuerzos por plasmar una estética modernista y abrir lugar a las vanguardias literarias, y la permanencia de registros convencionales, es decir, aquellos que no diferían sustancialmente de los discursos instalados en 1879. Eso permitió la reafirmación de lugares comunes respecto a las razones del triunfo chileno en el conflicto, instalando frente a sus lectores representaciones ya validadas en el imaginario colectivo. Incluso la vanguardista Luz y Sombra no dudó en afirmar que «la epopeya de 1879 será siempre un monumento de granito que no conseguirán derrumbar los siglos ni aplastar los cataclismos de la naturaleza».[80]

Por eso, fue habitual encontrar entre sus páginas reflexiones sobre la guerra asentadas en dicotomías establecidas en 1879, que sirvieron en la justificación chilena del conflicto y su discurso de superioridad nacional: civilización/barbarie, virilidad/feminidad o laboriosidad/ociosidad o el recurso a la tesis de la traición contra Chile.[81] Así, por ejemplo, en una interpretación de la historia del país Arturo Subercaseaux recuperó la idea civilizatoria de Chile en el cono sur, pensándolo a la luz de su exitoso pasado bélico. «Vencedor siempre, glorioso en los campos de batalla, donde la huella de sus soldados ha escrito la más brillante epopeya de la América del Sur, jamás se envaneció con el incienso de sus victorias». Por el contrario, finalizada la guerra había vuelto a las labores modestas del trabajo, pese a las acusaciones de ser un país «conquistador», por sus vecinos del norte, y de «prusiano», por los argentinos. Porque, a diferencia de las naciones vecinas, Chile poseía virtudes que habían cimentado su grandeza, como el temple militar y la probidad, en oposición «los pueblos afeminados y sibaritas que han sucumbido al impulso de su falsa suficiencia».[82]

Sin embargo, hubo otros aspectos relevantes presentes en la forma en cómo la generación del 1900 representó la guerra en las páginas de las revistas culturales. Uno de ellos remitía al uso del pasado en las lógicas nacionalistas. En efecto, el nacionalismo como ideología se caracteriza por la relevancia de la temporalización de sus contenidos y discursos. Como han explicado Matthew Levinger y Paula Franklin, la retórica nacionalista se construye a partir de una estructura triádica, que selecciona funcionalmente porciones del pasado nacional identificándolas como una «edad de oro» de la nación; un presente muchas veces presentado como decadente debido al olvido de las virtudes que habrían forjado la grandeza patria; y un futuro utópico, cuya articulación sería posible solo cuando se recuperasen los valores de aquel pasado idealizado.[83] Ese marco explicativo nos permite entender el uso de la memoria de la guerra de 1879 —hito consignado como el cenit del apogeo nacional— en el período aquí examinado, un momento en el que proliferaron reflexiones críticas sobre el presente nacional, definido como de «decadencia» y «crisis».[84] En general, las críticas fueron dirigidas contra el régimen parlamentarista instalado tras la Guerra Civil de 1891 —época políticamente dominada por las diversas alianzas construidas por el Partido Liberal y el Partido Nacional—, hacia la corrupción en el Congreso Nacional, a la debilidad del poder Ejecutivo, y en general contra la elite a quien se acusaba de convertir la república decimonónica en una oligarquía. En ese registro, las evocaciones bélicas en general estuvieron caracterizadas por la nostalgia, la idealización y el deseo de recuperar aquellas virtudes que habrían abierto el camino al triunfo ante Perú y Bolivia.

Este tipo de narrativa apareció en las páginas de las revistas. Así, en medio de las conmemoraciones del combate naval de Iquique y en un escenario de recrudecimiento de las tensiones limítrofes con Argentina, Instantáneas editorializó que la evocación de la guerra de 1879 era «un aviso de nuestro glorioso pasado, que exige no nos olvidemos de él para conjurar las tormentas del porvenir».[85] Egidio Poblete, a propósito de la misma efeméride, consignó: «Volvamos los ojos al pasado y busquemos en él consuelo para las indiferencias de hoy».[86] Juan José Silva, desde las páginas de La Ilustración fue mucho más explícito sobre este asunto: «Decir y hablar en los momentos presentes de decadencia es enunciar las más grandes de las verdades. No se necesita sino mirar el tiempo que se fue para que se vea la diferencia de aquellos claros y radiantes días con estos tan tristes y sombríos», afirmaba.  Y esos días de gloria eran los de 1879. «La Guerra del Pacífico nos encontró en la cumbre más alta del progreso y el nivel empieza desde entonces a bajar lenta, paulatina, pero invariablemente». Por eso el joven escritor finalizaba con un llamado a retemplar el espíritu cívico de sus compatriotas, cohesionados en torno a los valores nacionales y «en homenaje a los triunfos consagrados por el recuerdo».[87]

Con todo, el recurso a la evocación del pasado no parecía surtir los efectos deseados por sus promotores. El poeta y periodista tongoyino Víctor Domingo Silva denunció la amnesia colectiva que envolvió en 1902 el aniversario del 21 de mayo en Valparaíso, el «lugar de memoria» oficial del culto a Arturo Prat. Y es que la vida moderna, «prosaica y vulgarísima» y el tráfago del «mercantilismo» no daban pie, afirmaba, «para volver la vista atrás y rememorar las grandes cosas de la historia». Es lo que había pasado en Valparaíso, donde «jamás fecha alguna ha sido celebrada con más frialdad que ahora. La posterioridad de los héroes cumple mal», señalaba en su crónica. El ritmo de la vida moderna y la falta de incentivos oficiales para la conmemoración, entre otros aspectos, habían permitido que fechas tan relevantes pasaran con «ingrata indiferencia».[88] Esto no acontecía en otros países. El periodista Pedro Gil, un colaborador habitual en las revistas de la época, contrastó el creciente olvido de las glorias bélicas chilenas de 1879 con lo que acontecía allende la cordillera. «Con nadie ha sido menos avara de sus laureles la gloria que con nosotros los chilenos: nuestro calendario patriótico está lleno de memorables efemérides, en compacta reunión, como las cuentas de un rosario, y, sin embargo, las fechas que nos recuerdan un hecho heroico, un espléndido triunfo de nuestras armas, pasan en silencio, como aniversarios fatídicos». Diametralmente opuesta era la situación en Argentina, calificada como una «nación pobre de gloria». «Si no es por aquel cuadrillazo al Paraguay, la infeliz no tiene glorias ni para remedio», aclaraba el poeta, pero eso no era óbice para desplegar fuertes campañas nacionalistas en la población. Chile, aclaraba, no debía permanecer indiferente y debía incentivar el culto a los héroes y el recuerdo de las glorias de la Guerra del Pacífico como estímulo patriótico en medio de la carrera armamentista y los diferendos limítrofes con el país trasandino.[89]

El desafío no solo provenía desde el este. En la frontera norte la situación peruana también parecía atemorizante. Una crónica de uno de los colaboradores de Pluma y Lápiz abordó el resurgimiento peruano tras su derrota en 1879 y el ascenso de su poderío militar. La derrota del caudillismo en el país del norte suponía «un enorme progreso en sus instituciones cívicas y en su masa ciudadana», y en términos económicos, la pérdida del salitre había incentivado nuevas áreas productivas, mientras la minería recuperaba su «antigua opulencia». Así, «por todas partes se levanta un Perú distinto del que nos hemos acostumbrado a mirar abatido y en decadencia, por causa de sus desastres militares de hace veinticinco años». Y ese resurgimiento también se hacía notar en términos militares en la perspectiva de la resolución del conflicto limítrofe con Chile, conflicto sobre el cual se depositaban expectativas de dirimirlo por vías diplomáticas.[90] En ese escenario, no faltaron voces que demandaron la aceleración del proceso de arbitraje en la frontera norte —incluso bajo la solución salomónica de ceder Tacna al Perú y conservar Arica—, porque en el horizonte se cernía otra amenaza a la hegemonía alcanzada por Chile en el Pacífico sur: la proyección del canal de Panamá. Tal proyecto, aseguraba el colaborador de La Lira Chilena amenazaría con «relegarnos al extremo más apartado del mundo» y deteriorar la situación del comercio articulado en torno a Valparaíso.[91]

En este escenario, la publicación en 1911 del primer tomo de la Guerra del Pacífico del historiador Gonzalo Bulnes vino a instalar en el imaginario colectivo la idea de grandeza nacional desplegada por Chile en el conflicto de 1879.[92] La publicación de esa obra, largamente esperada, no pasó inadvertida para las revistas culturales. El escritor Miguel Luis Rocuant, en su comentario a la obra de Bulnes señaló que se trataba de un libro a medio camino entre la crónica «fría y descarnada» de Diego Barros Arana y la visión «lírica y encomiástica» típica de Benjamín Vicuña Mackenna, quienes habían historiado el conflicto anteriormente. La nueva publicación, que se anunciaba como la interpretación definitiva de la guerra, dada la distancia crítica que le permitía el tiempo transcurrido y el enorme acopio documental que respaldaba el texto de Bulnes, no podía llegar de manera más oportuna para el país. «En los momentos actuales en que, por el natural olvido de las cosas, la opinión pública no estaría lejos de aceptar transacciones indecorosas para terminar con el griterío de los adversarios irreconciliables, esta obra de patriota y de artista ha venido a vigorizarnos, mostrándonos en las glorias del pasado, los deberes del porvenir», sostenía el crítico y poeta. Y agregaba de modo encomiástico: «Modificar el sentimiento público, señalándole el verdadero camino cuando empezaba a desviarse, es obra de verdad, noble y hermosa cual la célebre de los rapsodos griegos que, enalteciendo glorias olvidadas, desparramaban sus cantos en el pueblo como fecundas semillas de heroísmos».[93]

 

 

Reflexiones finales

En estas páginas se examinó el papel de las revistas culturales chilenas de inicios del siglo XX en su representación de la Guerra del Pacífico y los usos patrióticos del pasado bélico. Estas desempeñaron un rol fundamental en la construcción de un imaginario sobre la guerra para la nueva generación del cambio de siglo, presentando continuidades con los discursos dominantes forjados durante el conflicto mismo. En este sentido, más que reelaborar una narrativa disonante o alternativa sobre la guerra, reforzó imaginarios instalados en la sociedad, asociados a la superioridad política y militar chilena respecto a sus vecinos. En un escenario internacional donde Chile estaba zanjando conflictos limítrofes con sus vecinos, como Argentina (Pactos de Mayo de 1902), Bolivia (Tratado de 1904) y aún estaba pendiente el diferendo con Perú por las regiones de Tacna y Arica, este discurso era particularmente funcional para difundir entre los lectores un sentido de pertenencia y confianza frente al futuro. Por eso, en las páginas de las revistas la Guerra del Pacífico ocupó, en términos proporcionales, un espacio considerablemente mayor respecto a cualquier otro acontecimiento histórico del país, incluso por sobre la Independencia.

La hegemonía del discurso nacionalista en sus páginas, al menos en lo que refiere a las representaciones del conflicto de 1879, tensionó no solo los discursos relativos a la fraternidad de la república de las letras hispanoamericana, sino que también constituyó un espacio de diálogo entre las narrativas patrióticas convencionales del siglo XIX y el ascenso del modernismo. Los nuevos escritores no pudieron, ni tampoco quisieron, abstraerse de la historia bélica del país como cantera de inspiración. Esa generación, admiradora de Rubén Darío —quien de hecho había alcanzado celebridad en el país cuando en 1887 ganó el Certamen Varela con su Canto épico a las glorias de Chile, inspirado en el combate naval de Iquique— no tuvo inconvenientes en incluir la guerra, neutralizando previamente los aspectos cuestionables de su violencia inherente, como un espacio fértil de creación literaria. En síntesis, la Guerra del Pacífico fue la piedra de toque de las vanguardias en ese momento, un mito patriótico que no solo no fue cuestionado, sino que fue estilizado, difundido entre nuevos lectores y actualizado por y para una nueva generación.

 

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https://doi.org/10.25185/9.4

 

El autor es responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este estudio.

Editores responsables Nicolás Arenas Deleón: narenas@miuandes.cl; Mariana Moraes Medina: mmoraes.medina@gmail.com

 

 

 



 

[2]   Joaquín Montero, “¡21 de mayo de 1879!”, La Lira Chilena, julio de 1906.

[3]   Anthony D. Smith, Nacionalismo. Teoría, ideología, historia (Madrid: Alianza, 2004), 21-22.

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[5]   Miguel Rojas Mix, “El imaginario nacional latinoamericano”, en Relatos de nación. La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico, vol. 2, ed. Francisco Colom González (Madrid: Iberoamericana /Vervuert, 2005), 1156–1157.

[6]   Al respecto, véase Carmen Mc Evoy, Guerreros civilizadores. Política, sociedad y cultura en Chile durante la Guerra del Pacífico (Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2011), 89-149; Mauricio Rubilar, “‘Escritos por chilenos, para los chilenos y contra los peruanos’: la prensa y el periodismo durante la Guerra del Pacífico (1879-1883)”, en Chile y la Guerra del Pacífico, eds. Carlos Donoso y Gonzalo Serrano (Santiago: Universidad Andrés Bello/Centro de Estudios Bicentenario, 2011), 39-74; Patricio Ibarra, “Peruanos y bolivianos en la sátira chilena de la Guerra del Pacífico (1879-1884)”, Historia y Comunicación Social 21, nº 1 (2016): 75-95; Juan Carlos Arellano, “Del americanismo al nacionalismo: el discurso bélico chileno durante la Guerra del Pacífico (1879-1884)”, Journal of Iberian and Latin American Research 22, n° 2 (2016): 215-230.

[7]   Marina Alvarado, Revistas culturales chilenas del siglo XIX (1842-1894): historia de un proceso discontinuo (Santiago: Ediciones Universidad Católica Silva Henríquez, 2015).

[8]   Augusto D’Halmar, Recuerdos olvidados (Santiago: Nascimento, 1975), 124.

[9]   Véanse, por ejemplo, los trabajos de Jaime Galgani, “El modernismo en Pluma i Lápiz (revista literaria 1900-1904)”, Acta Literaria 46 (2013): 53-68; y “El escritor en la prensa: Luis Orrego Luco como editorialista de la revista Selecta”, Contextos 31 (2014): 33-47.

[10]  Al respecto, véase Carlos Ossandón y Eduardo Santa Cruz, El estallido de las formas. Chile en los albores de la “cultura de masas” (Santiago: Lom/Universidad Arcis, 2005); Carlos Ossandón y Eduardo Santa Cruz, Entre las alas y el plomo. La gestación de la prensa moderna en Chile (Santiago: Lom/Universidad Arcis, 2001); Eduardo Santa Cruz, Prensa y sociedad en Chile, siglo XX (Santiago: Editorial Universitaria, 2014); y Tomás Cornejo, Ciudad de voces impresas. Historia cultural de Santiago de Chile, 1880-1910 (Santiago: Centro de Investigaciones Diego Barros Arana/El Colegio de México, 2019).

[11]  Carlos Silva Vildósola, Medio siglo de periodismo (Santiago: Zig-Zag, 1938), 127-129.

[12]  Stefan Rinke, Cultura de masas, reforma y nacionalismo en Chile, 1910-1931 (Santiago: DIBAM, 2002), 40-44.

 

[13]  Sobre éstas, véase Nicolás Arenas, “Letras para la república. Revistas culturales, redes intelectuales transnacionales y configuración del relato histórico-literario en Chile y Argentina (1852-1890)” (Tesis Doctoral en Historia, Universidad de los Andes, 2020).

[14]  Eduardo Santa Cruz, “Modernización y cultura de masas en el Chile de principios del siglo veinte: el origen del género magazine”, Comunicación y Medios 13 (2002): 169-184; y Jacqueline Dussaillant y Macarena Urzúa, eds., Concisa, original y vibrante. Lecturas sobre la revista Zig-Zag (Santiago: Ediciones Universidad Finis Terrae, 2020).

[15]  Samuel Fernández Montalva, “La semana”, La Lira Chilena, 24 de marzo de 1901.

[16]  “Chile y su nueva generación intelectual”, El Liberal, Valparaíso, 7 de julio de 1901.

[17]  D. S., “Literatos en embrión”, Pluma y Lápiz, 15 de septiembre de 1901.

[18]  Gonzalo Catalán, “Antecedentes sobre la transformación del campo literario en Chile entre 1890 y 1920”, en José Joaquín Brunner y Gonzalo Catalán, Cinco estudios sobre cultura y sociedad (Santiago: FLACSO, 1985), 69-175.

[19]  Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX (Santiago: Cuarto Propio, 2003).

[20]  Jacqueline Pluet-Despatin, “Una contribution à l’histoire des intellectuels: les revues”, Cahiers de l’Institute d’histoire du Temps Présent 20 (1992): 125-136.

[21]  Raúl Silva Castro, “Víctor Domingo Silva en Pluma y Lápiz”, Revista Iberoamericana 10, n° 20 (1946): 269-282.

[22]  Pedro J. Carlos, “El Ateneo”, La Revista Nueva, abril-julio de 1902, 185.

[23]  Fidel Araneda Bravo, “Don Samuel A. Lillo y el Ateneo de Santiago”, Atenea 148, n° 397 (1962): 141-186.

[24]  D’Halmar, Recuerdos olvidados, 509-533.

[25]  Pedro Subercaseaux, Memorias (Santiago: Editorial del Pacífico, 1962), 128.

[26]  Sobre los últimos tres artistas, véanse Gabriel Guarda et. al., Pedro Subercaseaux, pintor de la historia de Chile (Santiago: Corporación Cultural de Vitacura, 2000); Mariana Muñoz y María Fernanda Villalobos, Alejandro Fauré: obra gráfica (Santiago: Ocho Libros, 2009); Carola Ureta y Pedro Álvarez Caselli, Luis Fernando Rojas. Obra gráfica 1875-1942 (Santiago; Lom, 2014), respectivamente.

[27]  Ricardo Fernández Montalva, “Fraternidad intelectual”, La Lira Chilena, 8 de septiembre de 1901.

[28]  Frederic Jameson, “War and representation”, Publications of the Modern Language Association 124, n° 5 (2009): 1534.

[29]  Alfredo Irarrázabal, “Ernesto Riquelme”, La Lira Chilena, 27 de mayo de 1900; Manuel J. Varas, “Canto a la patria. 21 de mayo”, Instantáneas de Luz y Sombra, 19 de mayo de 1901; Juan de Sánchez, “El inválido”, La Lira Chilena, 15 de septiembre de 1901; Luis Galdames, “Recordando la epopeya”, La Lira Chilena, 18 de mayo de 1902; Carlos Walker Martínez, “A los vencedores”, La Lira Chilena, 5 de octubre de 1902; Manuel A. Hurtado, “Arturo Prat”, y Ramón Escuti Orrego, “Combate de Iquique”, ambos en La Lira Chilena, 24 de mayo de 1903; “¡Valientes chilenos!”, La Lira Chilena, 18 de octubre de 1903; Samuel Fernández Montalva, “El regreso del soldado”, La Lira Chilena, 1 de noviembre de 1903; Ambrosio Montt, “Veintiuno de mayo. Canto Lírico”, La Lira Chilena, 22 de mayo de 1904; “En un campo de batalla”, La Lira Chilena, septiembre de 1906; Ricardo Fernández Montalva, “El 21 de mayo”; además de “Combate” y “La cantinera”, publicadas en La Lira Chilena, julio de 1906.

[30]  “De Ernesto Riquelme”, Pluma y Lápiz, 24 de mayo de 1903.

[31]  Marcial Cabrera et. al., Cuentos militares dedicados al Ejército y a la guardia nacional de la república (Santiago: Imprenta del Comercio, 1898).

[32]  Daniel Riquelme, “Palabra y cara de caballero”, Selecta, julio de 1909.

[33]  Cf. Los cuentos “El recluta”, “La bandera” y “Espartano”, publicados en La Lira Chilena, septiembre de 1906.

[34]  Wenceslao Castro Z., “La partida”, La Ilustración, septiembre de 1905.

[35]  Fernando Beltecorp, “Abnegación”, La Ilustración, 4ª semana de marzo de 1905.

[36]  Ángel Custodio Espejo, “Notas lejanas”, Selecta, septiembre de 1910.

[37]  Al respecto, véase Carlos Donoso y María Gabriela Huidobro, “La patria en escena: el teatro chileno en la Guerra del Pacífico”, Historia 48, vol. 1 (2015): 77-97.

[38]  Joaquín Montero, “¡21 de mayo de 1879!”, La Lira Chilena, julio de 1906.

[39]  Carlos Valerdi, “Patria o paso a la justicia. Drama patriótico-social en tres actos”, La Lira Chilena, septiembre de 1906.

[40]  Vicente Zegers, “El combate de Iquique (21 de mayo de 1879)”, Selecta, mayo de 1909; Tomás Gatica, “El combate de Iquique (conversando con un sobreviviente)”, Selecta, mayo de 1911.

[41]  José Clemente Larraín, “Impresiones y recuerdos de la campaña del Perú”, Selecta, diciembre de 1910. Las memorias de Larraín fueron publicadas ese mismo año con el título de Impresiones y recuerdos de la campaña al Perú y Bolivia (Santiago: Imprenta y Encuadernación Lourdes, 1910).

[42]  Sobre el impacto de la experiencia bélica, véase David Grossman, On killing. The Psychological cost of learning to kill in war and society (New York: Back Bay Books, 2009); y Chris Hedges, War is a force that gives us meaning (New York: Public Affairs, 2014)

[43]  Jorge Wood, “Diario de la Guerra del Pacífico”, La Revista Nueva, tomo V, octubre 1901-marzo de 1902: 298-314.

[44]  “La batalla de Tacna (relación tomada del diario de campaña del general don Diego Dublé Almeida)”, Selecta, julio de 1909.

[45]  Laurence van Ypersele, “Héros et héroïsation”, en Questions d’histoire contemporaine: Conflits, mémoires et identités (Paris: PUF, 2006), 149-150.

[46]  William F. Sater, La imagen heroica en Chile: Arturo Prat, santo secular (Santiago: Centro de Estudios Bicentenario, 2005), 101-108.

[47]  “El 21 de mayo de 1879. Arturo Prat”, La Lira Chilena, julio de 1906.

[48]  Pedro Pablo Figueroa, “Un símbolo americano”, La Lira Chilena, 5 de octubre de 1902.

[49]  “21 de mayo”, Instantáneas de Luz y Sombra, 19 de mayo de 1901.

[50]  Por ejemplo, la biografía que sobre Patricio Lynch escribió Antonio Bórquez Solar, “El gran almirante”, Selecta, diciembre de 1912.

[51]  “Glorias de Chile. Don José Olano A.”, La Lira Chilena, 4 diciembre de 1904.

[52]  “Glorias de Chile”, La Lira Chilena, diciembre de 1906.

[53]  Pedro Pablo Figueroa, “Don Manuel Baquedano”, La Lira Chilena, 25 de octubre de 1903.

[54]  “Nuestras glorias militares. Un héroe de Chorrillos- teniente coronel D. Roberto Souper”, La Lira Chilena, 22 de enero de 1905.

[55]  “Contralmirantes D. Arturo Fernández Vial y D. Luis Uribe”, La Lira Chilena, 20 de mayo de 1900.

[56]  ¡Riquelme!, La Lira Chilena, 22 de mayo de 1902.

[57]  “Nuestras glorias militares. Principales jefes y comandantes del Ejército de Chile en la guerra del 79”, La Lira Chilena, 5 de marzo de 1905.

[58]  Justo Abel Rosales, “Irene Morales”, La Lira Chilena, 16 de octubre de 1904.

[59]  Gabriel Cid, “De héroes y mártires. Guerra, modelos heroicos y socialización nacionalista en Chile (1836-1923)”, Mélanges de la Casa de Velázquez 46, vol. 2 (2016): 63-72.

[60]  “El grupo de La Concepción”, La Lira Chilena, 7 de agosto de 1904.

[61]  “Don Ignacio Serrano”, La Lira Chilena, 15 de mayo de 1904.

[62]  Pedro Pablo Figueroa, “La agonía de un héroe. Acción extraordinaria del teniente Ignacio Serrano”, La Lira Chilena, 21 de mayo de 1905.

[63]  “Glorias chilenas. El teniente coronel don Eleuterio Ramírez”, La Lira Chilena, 27 de noviembre de 1904.

[64]  Guillermo Labarca Hubertson, “27 de noviembre de 1879. Tarapacá”, Selecta, diciembre de 1909.

[65]  “Sobrevivientes del combate de Iquique”, La Lira Chilena, 22 de mayo de 1902.

[66]  Benjamín Vicuña Mackenna, “Angamos”, Selecta, octubre de 1909.

[67]  “Don Juan José Latorre”, La Ilustración, 1ª semana de octubre de 1900.

[68]     “El entierro de un héroe”, Selecta, agosto de 1912.

 

[69]     Pedro Pablo Figueroa, “Don Arturo Villarroel. El General Dinamita”, La Lira Chilena, 2 de diciembre de 1900.

 

[70]     “Agonía de un héroe. El General Dinamita”, Pluma y Lápiz, 29 de mayo de 1904.

 

[71]     Al respecto, véase Carlos Méndez Notari, Desiertos de esperanza: de la gloria al abandono. Los veteranos chilenos y peruanos de la guerra del 79 (Santiago: Centro de Estudios Bicentenario, 2009); y Felipe Casanova, “Marcas de guerra. La ley de recompensas militares y el surgimiento de la identidad entre los inválidos y veteranos de la Guerra del Pacífico, 1881-1905”, Historia 52, vol. 1 (2019): 11-48.

 

[72]     “Dos veteranos del 79”, La Lira Chilena, 8 de junio de 1902. Véase también “La Sociedad de Veteranos del 79”, Pluma y Lápiz, 29 de noviembre de 1903.

 

[73]     Véase, por ejemplo, las crónicas En Iquique, Pluma y Lápiz, 3 de enero de 1904; Pedro Félix Arriaza, “La fiesta de los veteranos”, La Lira Chilena, 15 de enero de 1905; “Batalla de Tacna”, La Lira Chilena, 22 de mayo de 1902.

 

[74]     Aurelio Murillo, “Chorrillos y Miraflores”, La Lira Chilena, 18 de enero de 1903.

 

[75]  Samuel Fernández Montalva, “¡Hurra a los veteranos!”, La Lira Chilena, 5 de febrero de 1905.

[76]  Francis Haskell, La Historia y sus imágenes: el arte y la interpretación del pasado (Madrid: Alianza, 1994), 4.

[77]  Jean-Pierre Bacot, “Le role des magazines illustres dans la construction du nationalisme au XIXe siècle au debut du XXe siècle”, Réseaux 107, vol. 3 (2001): 265-293.

[78]  Michèle Martin, Images at War. Illustrated Periodicals and Constructed Nations (Toronto: University of Toronto Press, 2006).

[79]  Sobre la labor de Rojas en ese momento, véase Gabriel Cid, “Arte, guerra e identidad nacional: la Guerra del Pacífico en la pintura de historia chilena, 1879-1912”, en Chile y la Guerra del Pacífico, eds. Carlos Donoso y Gonzalo Serrano (Santiago: Universidad Andrés Bello/Centro de Estudios Bicentenario, 2011), 78-89; y Patricio Ibarra, “Hagiografías republicanas: ciudadanos y guerreros en el Álbum de la Gloria de Benjamín Vicuña Mackenna”, Bicentenario 11, n° 1 (2012): 77-101.

[80]  “Aniversario del combate de Iquique”, Luz y Sombra, 19 de mayo de 1900.

[81]  Cf. McEvoy, Guerreros civilizadores.

[82]  Arturo Subercaseaux, “18 de septiembre”, La Ilustración, 3° semana de septiembre de 1900. Sobre la visión de Chile como nación “espartana” y la recuperación de la idea de “felonía” y “traición” por parte de Perú y Bolivia, véase el poema de Eduardo Barrios, “A la patria”, La Lira Chilena, 5 de octubre de 1902.

[83]  Matthew Levinger y Paula Franklin, “Myth and mobilization: the triadic structure of nationalist rhetoric”, Nations and Nationalism 7, n° 2 (2001): 175-194.

[84]  Cf. Cristián Gazmuri, El Chile del Centenario, los ensayistas de la crisis (Santiago: Instituto de Historia Universidad Católica, 2001).

[85]  “21 de mayo”, Instantáneas, 20 de mayo de 1900.

[86]  Egidio Poblete, “Dos patriotas. Recuerdos de un 21 de mayo”, Chile Ilustrado, mayo de 1904.

[87]  Juan José Silva, “El gran aniversario”, La Ilustración, 1ª semana de septiembre de 1900.

[88]  Víctor Domingo Silva, Cosas del puerto, Pluma y Lápiz, 25 de mayo de 1902. Solo en 1915 el 21 de mayo fue establecido como día festivo nacional.

[89]  Pedro E. Gil, “Charlas domingueras”, Pluma y Lápiz, 26 de mayo de 1901.

[90]  “Resurgimiento nacional. El Perú militar”, Pluma y Lápiz, 18 de octubre de 1903.

[91]  ¿Por qué no terminar los tratados con el Perú?, La Lira Chilena, septiembre de 1906.

[92]  Sobre estos aspectos, véase Patricio Ibarra, “La victoria de la ‘nación en armas’: Gonzalo Bulnes y la Guerra del Pacífico”, en Relecturas de la Guerra del Pacífico: avances y perspectivas, eds. Patricio Ibarra y Germán Morong (Santiago: Ediciones Universidad Bernardo O’Higgins, 2018), 269-300.

[93]  Miguel Luis Rocuant, “Don Gonzalo Bulnes”, Selecta, octubre de 1911.