doi: https://doi.org/10.25185/7.9

Reseñas

 

Roberto Arlt. Lucas Ruppel, comp., Aguafuertes silvestres. Arlt desde Sierra de la Ventana, Bahía Blanca, Hemisferio Derecho, 2019, 60 pp.

 

Cristian Marcelo Mangiante1
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-0388-3107
1 Universidad Autónoma de Entre Ríos – Universidad Nacional del Litoral, Argentina
marcelomangiante@gmail.com

 

Recibido: 04/03/2020 - Aceptado: 15/03/2020

 

Roberto Arlt (1900-1942) estuvo a punto de cumplir tres décadas de existencia sin haber salido de la Argentina. Es más, viviendo en un país que tiene una extensión de 5.000 kilómetros de norte a sur, no se desplazó a más de ochocientos kilómetros de Buenos Aires hasta un par de días antes de cumplir los 30 años, cuando arribó a Río de Janeiro. Hasta 1930 ni sus mudanzas ni sus viajes fueron tema de las composiciones de un autor que a menudo se incluía como periodista-personaje de sus columnas y que escribía frenéticamente cada día. El creador de las Aguafuertes porteñas pasó ese año de ser un viajero inhabitual y reservado a ser un viajero frecuente y locuaz. Esa transformación no ha sido indagada ni por sus biógrafos ni por sus críticos. Quizás el motivo principal de esta elipsis analítica resida en la tardía y siempre incompleta disponibilidad de los textos viajeros del periodista, novelista y dramaturgo porteño. Las reuniones en libro de las crónicas de esos periplos han sido extraordinariamente morosas: las Aguafuertes Uruguayas saltaron de la hemeroteca al libro en 1996, 66 años después de su publicación en el diario El Mundo; las Aguafuertes Cariocas concretaron el mismo traspaso en 2013, cumplidos los 83 años de su redacción; y las Aguafuertes Silvestres lo lograron recién en 2019, a 89 años de haber salido en el periódico.

Dos caras opuestas de la misma moneda: Por un lado, tanto retardo editorial ha tenido (tiene) la ventaja sorprendente de, no obstante ser Arlt el escritor argentino tal vez más leído en su país en el siglo XX, seguir ofreciéndonos cada pocos años un Arlt nuevo, desconocido, siempre placentero. Por otro lado, a medida que se conoce la “nueva obra”, se potencian las posibilidades de reconfigurar la imagen del autor y  reconceptualizar el conjunto de sus creaciones. Pero estas virtuales reformulaciones tienen que enfrentarse a resistencias relativamente fuertes, ya que hay imágenes y posiciones consolidadas desde décadas atrás que tienen sólidos defensores, v.g.: la mayoría de los pocos críticos que se han enfocado en las aguafuertes no-porteñas las considera como meros negativos nostálgicos de las aguafuertes porteñas y permanecen ciegos a las maneras novedosas en que en estas piezas Arlt describe paisajes, a sus  teorías del viajar y a los rasgos peculiares de sus crónicas de viaje, etc. En este contexto, amigable y hostil a la vez, se ha publicado este nuevo conjunto de columnas, “silvestres”, como las llamó Arlt, que no quiso decir, sencillamente, “rurales”.

Aguafuertes silvestres. Arlt desde Sierra de la Ventana, compilación del bibliotecario y licenciado en Letras Lucas Ruppel y la editorial Hemisferio Derecho, permite a lectores y críticos acceder a las ocho notas que Arlt publicó entre el 5 y el 12 de febrero de 1930 en la página 6 del hoy extinto Diario El Mundo y sopesar las circunstancias de aquella enunciación. Un mes y medio después de esta saga de narraciones,  en “Alpinismo rioplatense”, una crónica recuperada en Aguafuertes Uruguayas1 , Arlt exclamará: “Y me he acordado involuntariamente de Rosmarín, del Pibe Laburo, de Costa y de todos los vagos que en el campamento de la `Yumen´, en Sierra Ventana, conversaban conmigo de la paz de la vida y de las bellezas del `dolce far niente´”. Los personajes que el reportero evoca en sus primeras crónicas de viaje fuera de la Argentina son los que frecuentó cuando producía sus primeras crónicas de viaje (a secas). Sobre Rosmarín, amargo muchacho de 19 años en busca desesperada de una verdad que lo haga feliz, continuará explayándose en el periódico en escritos posteriores. Y es que la experiencia Sierra de la Ventana resultó, sin dudas, un parte aguas para el autor de El juguete rabioso. Paradójicamente, no será la delicia del `dolce far niente´ sino, al contrario, la fascinación que le producirá descubrir cómo el tiempo de trabajo capitalista coloniza el tiempo de ocio lo que hará de Roberto Arlt ya no sólo el sagaz intérprete de la alienación urbana que conocemos sino también un cronista de las fantasías de escapar a esa alienación y un escritor que se inserta en la tradición de los narradores viajeros con pretensiones de constituirse como un punto de inflexión en la serie.

Arlt había pedido licencia a finales de 1929, no para descansar, sino para redoblar su autoexplotación y terminar su segunda novela, Los siete locos. Entregado el manuscrito, está agotado, pero inhabilitado para seguir postergando su vuelta al empleo. Entonces la dirección del diario lo obliga a, de nuevo, convertir el reposo en actividad: que se “desintoxique” alejándose unos días, que descanse… que trabaje narrando su descanso.

El ocio laxo, ocioso, no tenía sentido, era incapaz de suscitarle escritura; el ocio estafado, traicionado, devenido nuevo yugo enciende en Arlt al cronista viajero.  Mientras tantos vaguean y simulan trabajar,  Arlt descubre que a él le fascina trabajar simulando que vaguea. Después de meses sin hacer periodismo escribirá ocho notas en ocho días. Los meses siguientes irá a Montevideo para producir las Aguafuertes Uruguayas y a Río de Janeiro, desde donde enviará las Aguafuertes Cariocas. En 1933 recorrerá en barco carguero las costas de cinco provincias argentinas dando a luz las Aguafuertes fluviales. En 1934 serán las Aguafuertes patagónicas. Pasará trece meses de 1935 y 1936 deambulando por España y Marruecos y enviando más de un centenar de notas; con lo que, en ese lapso, las crónicas de viaje llegan a monopolizar su escritura y se convierten en el único medio para su sustento. A fines de 1937 será enviado a cubrir la sequía más feroz de la historia argentina hasta hoy conocida y las crónicas que enhebrará llevarán el título de El infierno santiagueño. En 1940-41 viajará a Chile y remitirá las Cartas de Chile. También en 1941 dará a la imprenta el reportaje viajero Los problemas del Delta —estas últimas, hágase la salvedad, no son estrictamente crónicas de viaje sino más bien un informe en torno a problemáticas de un lugar al que concurría con regularidad—.

El prólogo de Ruppel y Juan José Guerra explica la génesis de las Aguafuertes Silvestres. Pero el libro en su conjunto, si se lo confronta con los otros libros previos que recopilaron las crónicas de sus viajes posteriores, permite entender cómo Arlt se volvió viajero y cronista profesional de sus viajes, cómo desarrolló una técnica narrativa y una sensibilidad propias para relatar de un modo atractivo no ya el aplastamiento que la ciudad ejerce sobre sus criaturas sino las euforias y frustraciones a que dan lugar los desplazamientos fuera de la urbe. Esto no era posible establecerlo hasta que el trabajo arqueológico de Ruppel se plasmó en el libro aquí reseñado. Así que no puede ser menor el aporte de un volumen que brinda los elementos para que se esclarezca cómo un escritor canónico adopta un género, el cual llegará, tiempo después, a acaparar por completo su escritura durante más de un año.

Arlt es hiperbólico: exagera el entusiasmo previo a la partida y la alegría a comienzo del viaje; exagera la decepción después y termina declarando, histriónicamente, que vuelve antes de lo previsto porque “ya estaba que no podía más… Es mucha alegría a hora fija esa del campamento” (Arlt, 2019, 51). La falta de términos medios, los abruptos cambios de sentido que no admiten transiciones, son la marca de un estilo que Arlt halla y despliega en estos textos y que se volverán recurso, repetición en los siguientes: de deslumbrado a indiferente, de exultante a harto ya sea en Montevideo, en Río, en Madrid, o en Tánger. Los paisajes: primero, lo encandilan a tal punto que, nos confía, la imaginación se libera y ve otras cosas; después, lo aburren de tal manera que ya no puede ver lo que ve y sólo percibe una infernal monotonía. Rebotando así de un extremo al otro, sus retratos y descripciones no pueden ser más inadecuados. Si hubiera una montaña que apilara viajeros extemporáneos, inapropiados, Arlt debería reinar en su cumbre.

Con los blancos y los negros que él garrapatea, el lector compone sus propios grises. Empero la tensión no puede resolverse y los textos de Arlt permanecen en un lugar de indecidibilidad que rechaza cualquier intento de estabilización: ni blanco, ni negro, ni gris; ni apologeta ni detractor. Cuando Arlt adivina que el lector lo apura, le pide que resuelva, ¿tiene frío o calor?, ¿está loco o cuerdo?, el autor evita las definiciones, a menudo mediante oximorones: “Un escalofrío me congela en este infierno de moscas.  Involuntariamente llevo un pie al teclado de la máquina (…) De asistir a otro `camp-fire´me proveeré un chaleco de fuerza” (46). Mientras derrumba un mito crea otro y mientras derriba el que acuñó reconstruye —desplazado, desencantado— el que antes había demolido. Empieza Arlt huyendo de una Buenos Aires abominable, sin fisuras, y termina corriendo a sus fauces, dedicándole un canto bucólico a su faz más canallesca. La última nota, “Camino de Buenos Aires” (12-02-1930), incluye expresiones como “Devotamente te saludo (…) ¡oh, ciudad!” (51) que parecen perfilar su preferencia sin tachas por la metrópoli. No obstante, cuando pasa a argumentar su inclinación por la ciudad, Arlt funda su apego en las crueles razones de los degradados por los valores industrialistas:

“Y sin embargo te quiere uno; te quiere porque sos así, esquiva, mala, linda y grande. Te quiere porque aquí uno puede ensayar su fuerza y hundir su pena en el más extraordinario anonimato; te quiere porque sos desalmada, y tan desalmada que en todos tus portales se duerme alguna noche un desdichado y nadie se inclina para darle una mano” (52).

Del lado de la vida silvestre, vituperada y todo, sigue ubicada una cierta alegría: “a hora fija”, “artificial”, evidentemente insatisfactoria. Al final, queda flotando, insidiosa, sin respuesta, una pregunta descorazonadora, con dejo de reproche, dirigida a la ciudad: “¿Dónde estará contenta alguna vez el alma de uno, ciudad que te has devorado la tranquilidad de nuestras noches y las rosas de nuestras mejillas?” (52).  Es materia debatible, por supuesto. Pero lo que este comentarista sugiere es que Roberto Arlt, en 1930, desde sus vacaciones obligadas en Sierra de la Ventana, se volvió un viajero y un sistemático cronista de viajes porque descubrió que no podía parar de trabajar y que le gustaba y porque tomó conciencia de que en Buenos Aires no estaban ni podían estar todas las respuestas a las preguntas de cualquier alma inquieta. Aguafuertes silvestres es, si se quiere, la radiografía de esas dos tomas de conciencia.