doi: https://doi.org/10.25185/6.9

Artículos

 

Tras la pista de Darwin. El problema de la fauna americana en las crónicas de José de Acosta y Gonzalo Fernández de Oviedo

In the Pursuit of Darwin: the Problem of American Fauna in the Chronicles of José de Acosta and Gonzalo Fernández de Oviedo

Na trilha de Darwin. O problema da fauna americana nas crônicas de José de Acosta e Gonzalo Fernández de Oviedo

 

Bernat Garí Barceló1

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-6744-8115

1 Universitat de Barcelona

bernatgari@ub.edu

 

Resumen:

El presente texto contiene una serie de pautas y consideraciones sobre la reflexión que el fósil y la fauna americana suscitaron en los primeros cronistas de Indias. No se trata tanto de un bosquejo descriptivo para visibilizar un asunto por lo general desatendido, como de una lectura interpretativa sobre los aportes y las claves que la crónica legó en el ámbito de la teoría de la tierra y de la vida. Las crónicas de Oviedo y Acosta se oponen en varios sentidos en la forma de conceptualizar esta problemática: la primera se resigna a prorrogar el modelo escolástico, no sin interrogar sus limitaciones, la segunda presagia formalmente el evolucionismo. Trataré de repensar dichos modelos a la luz de la revolución darwiniana.

Palabras clave: Darwin, crónica de Indias, Oviedo, Acosta, evolucionismo.

 

Abstract:

The present text contains a series of examples and considerations of the reflections of the first ‘Chroniclers of the Indias’ on American fossils and fauna.  It is not as much a descriptive outline to visualise an often disregarded matter, as an interpretive reading of the key contributions bequeathed to the theories of land and life.  The chronicles of Oviedo and Acosta are opposed in many senses in their conceptualisation of this problem. The first is resigned to perpetuating the scholastic model, although not without examining its limitations. The second formally presages evolutionism.  I will attempt to reexamine said models in light of the Darwinian revolution.

Palabras clave: Darwin, Indian chronicle, Oviedo, Acosta, evolutionism.

 

Resumo:

Este texto contém uma série de diretrizes e considerações sobre a reflexão que o fóssil e a fauna americana provocaram nos primeiros cronistas das Índias. Não é tanto um esboço descritivo para tornar visível uma questão geralmente negligenciada, como uma leitura interpretativa sobre as contribuições e as chaves que a crônica legou no campo da terra e da teoria da vida. As crônicas de Oviedo e Acosta se opõem de várias maneiras de conceituar esse problema: a primeira se resigna a estender o modelo escolástico, não sem questionar suas limitações, a segunda antecipa formalmente o evolucionismo. Tentarei repensar esses modelos à luz da revolução darwiniana.

Palabras clave: Darwin, Crônica das Índias, Oviedo, Acosta, Evolucionismo.

 

Recibido: 05/04/2019 - Aceptado: 28/07/2019

 

 

A modo de prólogo. Darwin rompe a llorar

El 22 de mayo de 1860 Charles Darwin dirige a Asa Gray una carta demoledora, central, que vislumbra los quiebres de la teología natural de su tiempo. En el orden de lo semántico, Darwin alumbra un cambio de paradigma, ligado a un cambio de nomenclatura, que apunta a la impostergable necesidad de despojar el espacio de la filosofía natural de cualquier injerencia de otros modos de sentido como la ética y la religión. El motivo de la carta, por menor que pueda parecer, es el señalamiento de los icneumónidos y su actividad reproductora como factor que quebranta el fundamento explicativo del diseño inteligente. El icneumónido es un insecto ectoparasitoide que comúnmente planta sus huevos en el interior del huésped. El ciclo larval del icneumónido culmina con la aniquilación del huésped, por lo general una oruga, que habrá sido desguazada desde dentro de manera paulatina, sistemática e implacable. El icneumónido es el fruto madurado en ciclos rizomáticos a expensas del calvario y la vida del huésped. La naturaleza es el reino de lo amoral, pero, en el caso específico de los icneumónidos, el espectacular ensañamiento con el hospedador parece validar la hipótesis de una naturaleza inmoral o, cuanto menos, inflexible. El problema, como decía, por contingente que pueda parecer, es indiciario de un cambio de paradigma en el plano formal y procedimental. Darwin no lo pasa por alto:

Respecto al punto de vista teológico de la cuestión, siempre es difícil para mi, estoy aturdido. No tenía la intención de escribir como un ateo. Pero reconozco que no veo tan claras como otros, y como a mi me gustaría ver, las pruebas de providencia y beneficencia a nuestros alrededor. Veo demasiada miseria en el mundo. No puedo convencerme de que un Dios benevolente y omnipotente haya creado intencionadamente los icneumónidos con la intención precisa de que se nutran del cuerpo vivo de las orugas [...]. Como no creo esto, no veo la necesidad de que el ojo haya sido proyectado expresamente. Por otra parte, considerando este universo maravilloso, y especialmente la naturaleza del hombre, no me satisface la conclusión de que todo es el resultado de la fuerza bruta. Me inclino a considerar todas las cosas como el resultado de leyes planeadas, y a dejar los particulares, buenos o malos, a la acción de lo que podríamos llamar azar. Aunque tampoco esta noción me satisface en absoluto. Mi sentimiento más íntimo es que todo este tema es demasiado profundo para el intelecto humano. Es como si un perro se pusiera a especular sobre la mente de Newton. Que cada uno espere y crea lo que pueda.[1]

Darwin, no en balde, señala el modelo newtoniano, en la medida en que Newton constituye para la física, lo que Cuvier y Lyell para la teoría de la tierra, y lo que el darwinismo y el lamarckianismo representaron, andando el tiempo, para la historia de la vida y la taxonomía biológica, esto es, un modo de romper, purgar y desarticular la lectura en clave histórica del Génesis, una forma de amputar la Ley y someterla al imperio de la ciencias positivas, y un modo de secularizar el modelo y el objeto de estudio de la filosofía natural. Darwin y sus precursores catalizan la disgregación de la escala de tiempo bíblica y el esquema diluviano y fundan una escala de tiempo moderna, geológica, que deshace el mito de una “tierra joven”, con vigencia aún entre los partidarios creacionistas; y ubican el origen del mundo en algún punto inconcreto hundido en el abismo de las edades.  

No obstante, lo interesante del fragmento que citaba antes no es tanto el balbuceo darwiniano ante la implacabilidad de la naturaleza, ni la comprometedora duda que planea sobre el texto en torno a la viabilidad de un diseñador compasivo, ni siquiera la experiencia del terror, que satura y exacerba el lenguaje del autor hasta el punto de llevarle a un autocuestionamiento integral, sino su convencimiento de que no queda rastro de bondad en el mundo. La idea de naturaleza es formulada en una terminología completamente inédita, como pura apertura al devenir. No hay bondad, ni justicia divina, ni seres débiles redimidos por la gracia del padre, solo desechos fósiles y fieras extenuadas en una lucha sin control por la supervivencia. El mundo de Darwin es un cementerio flotante en el que los mutantes se disputan los despojos de un festín al que han llegado tarde.

En síntesis, en el núcleo del darwinismo se dirimen varios puntos de fuga, pero me interesan sobre todo estos dos –que serán relevantes para la reflexión que sigue–: primero, la desarticulación de la escala de tiempo bíblica y su sustitución por una escala temporal más vasta, que torpedeó la localización del hombre en la historia y la antropología dualista del cristianismo. Si con Copérnico, en De revolutionibus (1543), y, particularmente, con Bruno, en La cena de las cenizas (1584), el espacio se infinitiza y la Tierra pierde su centralidad, lo que supuso el colapso de la cosmología ptolemaico-aristotélica y problematizó la ubicación ontoteológica del hombre en el espacio,[2] los aportes de Buffon, Lamarck, Cuvier, Lyell o Darwin, empiezan a cuestionar la preeminencia biológica del ser humano y su centralidad en el eje espacio-temporal.[3] El núcleo del ser humano se nutre poderosamente de los márgenes y su indefinición, desde el primer Renacimiento, será, como señala García Bacca,[4] su punto de articulación. El propio Pico della Mirandola, en su elogio de la dignidad humana, lo expresa con una nomenclatura, diríamos hoy, protoexistencialista. Mirandola habla del hombre camaleón, un hombre en potencia, semilla de todas las cosas, que “se forja, modela y transforma a sí mismo […] animal de naturaleza varia, multiforme y cambiante”,[5] que se construye en el despliegue de la acción. La existencia del hombre, en definitiva, sus actos, declinan su esencia. Segundo, me interesa la hesitación darwiniana sobre la inmutabilidad de los organismos, que lleva implícita la hipótesis, no menos demoledora para la teología natural, de la extinción y la destrucción de las especies. ¿En virtud de que extraño e inexplicable razonamiento un dios benévolo habría desamparado a sus criaturas?

Todo este proceso, cristalizado a lo largo de los siglos XVIII y XIX, posee sus propios precursores en la primera modernidad. Son actores extraños, anómalos, y, por lo general, desatendidos; en algún caso específico evolucionistas avant la lettre, como el padre Acosta, que nutrieron su pensamiento en los márgenes de la teología natural y el relato bíblico. La crónica de Indias es un espacio de escritura privilegiado en el que la imbricación entre fábula y realidad favorece la exploración de los límites. Ciertos cronistas, en ocasiones, desbordan sus propios marcos y se dan volada para solventar el problema de la diversidad animal en América o para integrar los hallazgos fósiles, sembrados en territorio amerindio, en el esquema diluviano. Los interrogantes esenciales que suscita el fósil y la fauna americana serían los siguientes: ¿por qué están ahí?, ¿por qué son distintos?, ¿han existido creaciones sucesivas?

La fauna americana plantó un dilema epistemológico de amplio alcance. El relato bíblico había visualizado un ordenamiento específico del mundo y del acaecer que la diferencia animal del Nuevo Mundo trastocaría intensamente. El paisaje americano y sus inquilinos propiciaron un como si y favorecieron, en los primeros cronistas, una dinámica ficcionadora que problematizaría los límites gnoseológicos impuestos por la vieja Europa. La ficción, como aduce Saer, no debe ser concebida simple y llanamente como mentira, sino que, en tanto mito, funda y forja una escenografía alternativa de lo posible. Pensar otro mundo, otro modo, otros escenarios signados por la posibilidad, constituye una violentación explícita del sistema de orden y, en tanto gesto, implica un desbordamiento de los modelos heredados. Le cito:

Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.[6]

Si el otro fue un espejo del yo, una realidad que mediatiza la configuración discursiva y material del nosotros, como señalan Lacan[7] y Todorov[8] desde distintos enfoques, ese paisaje otro, contiene una vida animal que fuerza un nuevo reparto de lo sensible en la medida en que la novedad ensancha y reconfigura los escenarios en los que las distintas cosas se distribuyen. El ámbito ontoteológico de la vida empieza a ser una zona en disputa, un campo móvil, pues existe una realidad biológica de la que el lenguaje no puede dar cuenta, una pura exterioridad, y ese punto de inaccesibilidad e irrepresentabilidad que contiene el exceso prefigura la asimilación de lo ignoto, su regularización y el trastrocamiento de los límites de lo real. Es en ese sentido que la experiencia transoceánica, como indica Vicente L. Salavert Fabiani, “ofreció un marco inmejorable para los cultivadores de la ciencia, maquineros, ingenieros o arquitectos”.[9]

El texto que sigue contiene una serie de pautas y consideraciones sobre las reflexiones que el fósil y la fauna americana suscitaron en los primeros cronistas de Indias. No se trata tanto de un bosquejo descriptivo para visibilizar una problemática generalmente desatendida como de una lectura interpretativa sobre los aportes que la crónica legó en el ámbito de las teorías de la tierra y la vida. Creo que las crónicas de Oviedo y Acosta son, por su condición oximorónica, iluminadoras en varios aspectos. Trataré de reflexionarlo en las líneas que siguen.

2.  Crónicas mutantes. Los modelos de Gonzalo Fernández de Oviedo y José de Acosta

El Sumario de la natural historia de las Indias (1526) de Gonzalo Fernández de Oviedo es el anticipo de su crónica mayor: la Historia general y natural de las Indias (1535). La crónica de Oviedo ofrece una visión de conjunto –sistemática y prolijamente documentada– de los nuevos territorios ocupados por los españoles. La labor catedralicia de Oviedo se realiza al calor de un modelo holístico en el que se imbrican la botánica, la antropología cultural, la zoología, la geografía, la cosmología y la etnografía, en un momento en el que no existía una distinción operativa entre los saberes disciplinares. El empeño totalizante del cronista posee un carácter correctivo, en la medida en que señala puntualmente la falibilidad de las fuentes clásicas. La Historia general y natural de las Indias ultima la primera imagen sistemática de América Latina y da cuenta de sus paisajes, sus inquilinos y costumbres, el clima, las plantas y los animales. Oviedo visualiza un mundo armónico, perfecto y reconciliado sobre sí, remitido directamente a la autoridad bíblica y pliniana. La remisión a la auctoritas, sin embargo, no desmerece la exhaustividad y el esmero con el que Oviedo despliega sus observaciones. La crónica estará atravesada, en ese sentido, por una dimensión conflictual, pues el autor “admira, respeta y en gran parte sigue el saber antiguo; mas también como europeo de su tiempo, y sobre todo como explorador de un nuevo mundo, quiere asimismo servir a tres básicos imperativos intelectuales, la experiencia, la verdad y la precisión”.[10] La tensión entre tradición y ruptura será una constante, lo que ubica la crónica de Oviedo en un punto de fractura: entre el mundo cerrado del medievo, en proceso de descomponerse, y el universo infinito presagiado por Giordano Bruno.[11]

El proyecto colonizador y la aventura ultramarina dotaron a los cronistas del XVI de un contexto novedoso para ensanchar y problematizar los marcos de la teología natural, la cosmología, la historia natural y la geografía. El proemio del Libro XXVIII, localizado en el tomo segundo de la segunda parte de la obra, es, a tales efectos, una declaración de intenciones. En varios fragmentos, Oviedo trata de inscribir la realidad americana en los esquemas de la creación cristiana. América no es un producto anómalo o enigmático, una pura exterioridad articulada a posteriori al margen de los mitos cosmogónicos y antropogónicos del cristianismo, sino una prueba más de la bondad y la maestría del diseñador. Lo que ocurre es que muchos “ignoraban quel Maestro que supo haçer el çielo é la tierra é todo lo demás sabría é podría proveer en esso que le paresçia dificultoso”.[12] Oviedo reflexiona sobre “cosas que confunden e reprueban é muestran ser vana y errónea la opinión de todos los actuores pasados, que tovieron que la tórrida çona é lo que está debaxo de los polos, es deshabitado é inculto”. [13] Frente a la especulación metafísica y la inventiva de los cronistas de oídas, Oviedo enfatiza el valor genuino de lo palpable, de la prueba empírica. Se procede, por tanto, en el fragmento referido, al desmontaje del modelo en cinco zonas difundido por Parménides de Elea y Aristóteles, defendido por Plinio y matizado por Juan de Sacrobosco en 1220, que discernía entre los territorios habitados o ecúmene (dos zonas temperadas) y los territorios no habitables o anecúmene (zona tórrida y  dos zonas polares).[14]

El paisajismo providencialista de Oviedo permite enmarcar la diversidad de la fauna americana dentro de los esquemas bíblicos, si bien, en algunos puntos del texto, planea la duda y el asombro ante lo desconocido. Las taxonomías de Oviedo retoman el modelo pliniano y transitan de lo concreto a lo difuso –animales terrestres, primero; acuáticos, después; voladores, insectos, etc.– . Su criterio es ideológico, pues trata de enmarcar los nuevos territorios en el proyecto colonialista y evangelizador de Castilla. Y, sin embargo, apunta a un método experimental que restringe la autoridad de las fuentes y la tradición. Laín Entralgo señala que

Oviedo contempla y describe las cosas de la naturaleza americana más desde el punto de vista de su función en la economía del cosmos, al que cristianamente entiende como mundo cerrado y redimido, y más conforme a su utilidad para los hombres, que desde el punto de vista del ser propio de ellas, de lo que cada cosa, planta o animal, por sí misma es […] Debo comentar, en cambio, la relación entre la fitografía de Fernández de Oviedo y la de quienes durante la primera mitad del siglo XVI inician el camino hacia la botánica, ya formalmente moderna, de John Ray y Linneo.[15]

No obstante, hay ‘algo’ –apenas enunciado o intuido– que escapa a la comprensión de Oviedo, que desborda sus marcos, y que el autor tratará de inscribir dentro de los límites que el relato postdiluviano impone. De ahí su trabajo escrupuloso, al detalle, para dar cuenta de todo aquello que no tiene nombre o principio de afinidad con la realidad previamente fijada por los europeos. El pensamiento occidental ha tendido a anular la alteridad y su diferencia, a colonizarla diluyendo los límites entre nosotros y el otro para incorporarlo a su logos. Lévinas lo reflexiona: “la filosofía occidental ha sido muy a menudo una ontología: una reducción de lo Otro al Mismo, por mediación de un término medio y neutro que asegura la inteligencia del ser […]. No recibir nada del Otro sino lo que está en mí”.[16]

Es interesante, en esa línea, que la Historia general y natural de las Indias recoja las sacudidas que los restos fósiles suscitaron en Fernández de Oviedo. Antonio de Mendoza, en una carta transcrita por Oviedo, indica que le “truxeron çiertos huessos é muelas de hombre tan grandes que á la proporçion seria de diez é ocho o diez é nueve pies de alto”. [17] El descubrimiento de huesos descomunales, asunto cifrado en varias crónicas como los Comentarios reales de los incas[18] de Garcilaso de la Vega (1609), la Crónica del Perú[19] de Cieza de León (1553) o la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568) de Bernal Díaz del Castillo, suele alentar la hipótesis de que América fue, en algún momento, morada de los gigantes bíblicos. El propio Bernal explica que “todos nos espantamos de ver aquellos zancarrones y tuvimos por cierto haber gigantes en esta tierra. Y nuestro capitán Cortés nos dijo que sería bien enviar aquel gran hueso a Castilla, para que lo viese Su Majestad”.[20] Parece difícil elucidar si esos restos son materia fósil de gran envergadura o una ficción pasada por el dudoso tamiz del boca a boca. En cualquier caso, reales o no, Oviedo aventura que “sin dubda son de la parte del Estrecho de Magallanes”[21] lo que deja al descubierto el origen de su informante, esto es, la crónica de Antonio Pigafetta, enrolado en la expedición de Magallanes y Elcano alrededor del globo, titulada Relazione del primo viaggio intorno al mondo. Notizia del Mondo Novo con le figure dei paesi scoperti (1536), quien difunde la leyenda sobre el tamaño aventajado de los patagones.

Oviedo no es, en suma, un darwinista o un lamarckiano avant la lettre. Su condición bifronte, avispado hombre del renacimiento e hijo de un medievo en proceso de descomposición, le impide pensar lo que queda “afuera”, más allá de los marcos escolásticos que hegemonizan la historia de la vida y del universo. Dicha tensión no es únicamente una particularidad de la crónica de Oviedo, sino una problemática filosófica genérica que da cuenta de ese espacio en conflicto que es la España del XVI. Salavert Fabiani señala que, frente al modelo escolástico que se prorroga en las universidades españolas, y pese a los muchos escollos financieros, surgen “nuevos centros que buscaban colmar la necesidad del humanismo pujante […] o del desarrollo de la aventura ultramarina”.[22] Oviedo se siente aún, como ese hombre del bajo medievo que concibieron Bernardo de Chartres, primero, y John de Salibury, después, en el Metalogicon (1159): un enano a hombros de gigantes. Y, sin embargo, en su texto, como aducía, planea la duda, la zozobra ante lo ignoto, la incertidumbre del que sabe lo suficiente para entender que sabe muy poco. Oviedo evoca aquella anécdota de Tales, quien, fascinado por los fenómenos celestes, cayó en un pozo al no advertir lo que quedaba ante sus ojos, por lo cual fue reprendido por una anciana: “«¿Por qué raçon, oh Tales, quieres comprender é arbitrar las cosas questán en el çielo, pues no ves las que tienes delante de los ojos?» Por çierto, no obstante, que lo questa vieja quiso significar es que no nos extendamos á más de lo que nos es posible”.[23] El subtexto de este fragmento apunta a los falsos cronistas, a los especuladores y vendedores de humo, para desautorizarlos, y, particularmente, a Pedro Mártir y su obra Décadas de Orbe Novo (1494-1526), que textualiza una América de oídas, mediada por terceros. La anécdota, sin embargo, alumbra también las limitaciones del hombre en su empeño por comprender, quien, a riesgo de caer en un pozo, deberá resignarse a conocer lo que sus límites cognoscitivos imponen, esto es, lo palpable, lo fenoménico, lo que queda restringido al ámbito de la experiencia.

Un caso bien distinto y singular es el de la crónica Historia natural y moral de las Indias (1590) publicada en Sevilla por el jesuita José de Acosta. La particularidad acostiana por lo que respecta la filosofía natural ha sido señalada desde distintos enfoques y ámbitos de estudio: Leandro Sequeiros y Francisco Pelayo le dedican un subapartado panorámico en el libro Nicolás Steno, los estratos y el Diluvio Universal,[24] Fermín del Pino aborda, asimismo, la cuestión del evolucionismo cultural en Acosta en un texto titulado “Contribución del padre Acosta a la constitución de la etnología. Su evolucionismo”[25] y, finalmente, el propio Sequeiros nuclea en un artículo titulado “Tres precursores del paradigma darwinista: José de Acosta (1540-1600), Athanasius Kircher (1601-1680) y Félix de Azara (1742-1821)”, algunas de las reflexiones de su libro con Francisco Pelayo.[26]

La crónica de Oviedo posee, como he mostrado, una dimensión teológica y, en ese aspecto, el exceso (un resto fósil, una criatura insólita o una planta desconocida) entraña un problema de orden semántico que tiene que ver con la dificultad de penetrar su núcleo y dotarlo de una coherencia y una regularidad dentro de los esquemas bíblicos. Oviedo sigue pensando el tiempo y la historia en clave agustiniana, esto es, como tiempo de espera y redención, como telos, como acaecer de la contingencia en el ámbito perfectamente finito y delimitado de la narrativa cristiana: “por una parte, [apunta Agamben], el relato del Génesis, por la otra, la prospectiva escatológica del Apocalipsis. Y la creación, el Juicio Final, el periodo intermedio que se despliega entre estos dos acontecimientos, son únicos”.[27] Ese modelo temporal implica la conciencia de una tierra joven y ahistórica, de unas criaturas que en lo esencial se mantienen tal cual salieron de las manos de Dios. No contempla siquiera el supuesto de la extinción o de las creaciones sucesivas, postdiluvianas, como hipótesis factible. Para ello sería necesario otro contexto, otro modelo, una escala temporal colosal, impenetrable, como la que presagia Buffon en el siglo XVIII, que fuerza una lectura alegórica de los días genésicos para extenderlos en periodos de entre tres mil y treinta y cinco mil años: “el resultado fue 70.000 años, una cifra que hoy parece insignificante, pero que amplió muchísimo la magnitud de la vieja escala temporal”.[28]  El nacimiento de una escala de orden geológico, purgada de otros modos de sentido como el religioso, será esencial para problematizar la vida de las especies y su desarrollo. Acosta es, por ello, un visionario que, sin intuir del todo ese otro paradigma, introduce una explicación de la fauna americana en clave evolucionista o lamarckiana.

José de Acosta transita en el Libro IV de la Historia natural y moral de las Indias distintas hipótesis para tratar de inscribir la particularidad americana en los esquemas bíblicos y postdiluvianos. Perfila incluso, como veremos, “una interpretación tímida pero evolutiva de la realidad animal, vegetal y cultural”.[29]

Acosta, en un fragmento archicitado, se pregunta cómo es posible que en América existan “animales de la misma especie que en Europa, sin haber sido llevados de españoles”.[30] Teniendo en cuenta que el texto bíblico imponía el relato de un diluvio en el que se conservaron solo dos géneros de cada especie en el arca, la existencia de criaturas similares en Europa y América era difícil de sostener en la medida en que “pasar a nado el océano [para las especies terrestres] es imposible, y embarcarlos consigo hombres es locura”[31], a excepción de los pájaros que, como señala el cronista un poco más adelante, seguramente “pudieron pasar, y muy mejor, como pasaron los leones y tigres y ciervos”.[32] Para liquidar esta cuestión Acosta introduce dos hipótesis. Primero, que los animales terrestres pudieron cruzar el océano por algún punto inconcreto que los navegantes y comerciantes ignoran. La cuestión clave sería la siguiente: ¿existe alguna zona en América que penetre por vía terrestre en el continente asiático? De hecho, en el capítulo XX del Libro I, Acosta vislumbra la existencia del estrecho de Bering, descubierto en 1741 por Vitus Bering:

La razón por que nos hallamos forzados a decir que los hombres de las Indias fueron de Europa o de Asia es por no contradecir a la sagrada escritura, que claramente enseña que todos los hombres descienden de Adán; y así, no podemos dar otro origen a los hombres de Indias. Pues la misma divina escritura también nos dice que todas las bestias y animales de la tierra perecieron, sino las que se reservaron para propagación de su género en el arca, en los montes de Ararat donde ella hizo pie. De manera que, como para los hombres, así también para las bestias no es necesidad buscar camino por donde hayan pasado del viejo mundo al nuevo.[33] 

Segundo, y más interesante aún, Acosta reflexiona, desde un marco estrictamente teológico, que Dios pudo proyectar una creación postdiluviana para repoblar un continente que habría quedado yermo y deshabitado tras el colapso propiciado por el diluvio: “es cuestión que me ha tenido perplejo mucho tiempo. Digo, por ejemplo: si los carneros del Pirú y los que llaman pacos y guanacos no se hallan en otra región del mundo, ¿quién los llevo al Pirú? […] ¿por ventura hizo nueva formación de animales?”.[34] Sin embargo, dicha hipótesis es difícil de sostener ya que, como señala Sequeiros, implica, por un lado, el supuesto de que la primera Creación fue incompleta o defectuosa, lo cual parece inconcebible en el contexto de una narrativa encarnada en un actor perfecto y omnipotente, o, peor aún, invalida el mito del diluvio como relato correctivo o de redención. ¿Por qué se centraría Dios en idear creaciones distintivas, localizadas geográficamente, y no hizo tabula rasa para empezar de nuevo?[35]

Lo que me interesa, en cualquier caso, es la hesitación formulada por Acosta en los márgenes de la filosofía natural, ese intento de trastocar o problematizar los límites de la escolástica, que genera argumentaciones inverosímiles en el contexto de su época. Sequeiros aduce que las distintas soluciones al problema de la fauna responden a tres formulaciones condensadas en el capítulo XXXVI del Libro IV de la Historia natural y moral de las Indias: la primera, ya explicitada, es un intento de enmarcar la fauna americana en el esquema teológico postdiluviano; la segunda, confronta el relato bíblico con un argumentario geobiológico y asume la redistribución de especies, tras el diluvio, en “nichos ecológicos” en la medida en que “diversos géneros se fueron a diversas regiones, y en algunas de ellas se hallaron tan bien, que no quisieron salir de ellas”[36]; la tercera, apenas enunciada, presagia el transformismo de Lamarck y la revolución darwiniana pues apunta a la posibilidad de la modificación de los originales.[37]

Lamarck y Darwin se deben a la misma hipótesis, esto es, que ya no hay originales y que la vida cambia a un ritmo paquidérmico, en ciclos formidablemente lentos –lo que obliga a repensar la teoría de la vida a la luz de una escala de tiempo mayor–; y, sin embargo, se remiten a procedimientos diametralmente opuestos. Darwin, como he mostrado, en El origen de las especies (1859) y en su correspondencia personal, valida la posibilidad de la extinción y somete las leyes naturales a la pura contingencia: no hay diseño bondadoso y altruista que ampare a la criatura, solo pura apertura al devenir. Para un materialista como Lamarck, en cambio, es el medio el que faculta el cambio y, en ese aspecto, el argumento del diseño inteligente y la escala gradativa del ser, con su jerarquización ontoteológica de los seres vivos, siguen operando morfológicamente a algún nivel. Lamarck introduce en su Filosofía zoológica (1809) la herencia de los rasgos adquiridos en unos individuos surgidos, por generación espontánea, de una masa de materia inerte. No hay sitio para la extinción en el dispositivo lamarckiano, solo para la adaptación, punto que llevó al autor a polemizar con el paleontólogo Georges Cuvier. El transformismo lamarckiano, por tanto, retuerce la tesis de la teología natural sobre el carácter fijo de las especies, pero, en algún punto esencial (la bondad del diseño, por ejemplo), podría sostener cualitativamente los marcos religiosos. Para Lamarck, la presión que el medio ejerce sobre los individuos revierte en su esfuerzo por adaptarse, y ese esfuerzo es propiciatorio de un cambio espectacularmente lento que será trasmitido de generación en generación:

Resultará, en efecto, evidente que el estado en que vemos a todos los animales es por una parte el producto de la composición creciente de la organización que tiende a formar una graduación regular, y por otra parte, que es el de las influencias de una multitud de circunstancias muy diferentes que tienden continuamente a destruir la regularidad en la gradación de la composición creciente de la organización […] Las circunstancias influyen sobre la forma y la organización de los animales, es decir, que llegando a ser muy diferentes, cambian con el tiempo esa forma y la organización misma por modificaciones proporcionadas […] Si las nuevas circunstancias llegan a ser constantes o muy durables, los animales adquieren entonces nuevos hábitos, que son tan durables como las necesidades que los han hecho nacer. He aquí lo que resulta fácil de demostrar.[38]

En definitiva, José de Acosta, al plantear la distinción entre las especies americanas y europeas y conjeturar su modificación se vale de un razonamiento más lamarckiano que darwiniano. Para Acosta, el azar, la extinción o la lucha por la supervivencia –conceptos que vertebran la revolución darwiniana– no pueden ser intuidos como leyes. Establece, en cambio, una correlación entre el medio y el ser: “su diferenciación accidental […] pudo ser causada de diversos accidentes: como en el linaje de los hombres ser unos blancos y otros negros, unos gigantes y otros enanos. Así verbi gratia en el linaje de los gimios ser unos sin cola y otros con cola”.[39]

 

3.  A modo de conclusión. La experiencia del límite

La obra Micrografía (1665) de Robert Hooke es, en el contexto de la filosofía, un escrito central, rompedor, que interroga y bordea los extremos de la teología natural; sus quiebres y limitaciones. Hooke ilumina un mundo abismado en lo cotidiano; frágil pero no intangible, sutil pero concreto, revelado al calor de las primeras observaciones sistemáticas realizadas en un microscopio de treinta aumentos: “merced a los microscopios [puntualiza el autor], nada hay tan pequeño que escape a nuestro examen, con lo que todo un nuevo mundo visible se revela al entendimiento”.[40] Francis Bacon había anotado, en el año 1620, que “esas lentes recientemente descubiertas […] muestran las minucias latentes e invisibles de los cuerpos, así como sus movimientos y estructuras ocultas”.[41]  Creo que la reflexión de Hooke, a resultas del asombroso universo miniaturizado intuido en los intersticios de lo cotidiano, arroja una metáfora para pensar autores que, como Acosta, transitan los márgenes.

Robert Hooke, en Micrografía, pone en práctica un modelo experimental, de corte baconiano, que enfatiza el valor de lo visual y lo material frente al hermetismo especulativo de la escolástica. Hooke realiza una observación minuciosa de la realidad microscópica, la describe al detalle, para validar empíricamente el argumento del diseño inteligente. En lo que respecta a los seres vivos, según Hooke, hay ejemplares diminutos “con el diseño de sus dispositivos tan alejado del alcance de nuestra vista, que cuanto más aumentamos el objeto más excelencias y misterios aparecen, y más descubrimos la imperfección de nuestros sentidos y la omnipotencia e infinita perfección del Creador”.[42] Creo que el valor de este oxímoron –de lo que nos parece un oxímoron hoy día, si admitimos la no compatibilidad entre ciencia y religión, lo cual es discutible– reside en su capacidad de poner en juego distintos marcos de conocimiento, en el plano formal y procedimental, antitéticos en principio, pero que dan cuenta de las limitaciones filosóficas de estos autores, de la magnitud de sus desafíos y de la periferia que habitan. 

Acosta fue, como Robert Hooke, un autor que rompe sin romper, que trata de repensar lo real desde otros cauces, ficcionándolo en algún punto, pero sin desbordar los modelos legados por la tradición. La potencia de su pensamiento se nutre, en conclusión, de los límites. 

 

Bibliografía

Acosta, José de. Historia natural y moral de las Indias. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2008.

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Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo Rosa, Sofía. “La ecopoesía de Nicanor Parra como espacio de disentimiento”. Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, nº 6, (2019): 199-226

https://doi.org/10.25185/6.8

 

El autor es responsable intelectual de la totalidad (100 %) de la investigación que fundamenta este artículo.



[1]   Charles Darwin, Autobiografía. Selección de Francis Darwin (Madrid: Alianza Editorial, 1977), 350.

[2]   Alexandre Koyé, Del mundo cerrado al universo infinito (Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1979).

[3]   Peter J. Bowler y Iwan Rhys Morus, Panorama general de la ciencia moderna (Barcelona: Crítica, 2007), 129-160.

[4]   Juan David García Bacca, Antropología filosófica contemporánea: diez conferencias (Barcelona, Anthropos, 1997),
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[5]   Giovanni Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre (Medellín, Editorial π, 2006), 7.

[6]   Juan José Saer, El concepto de ficción (Buenos Aires: Rayo Verde Editorial, 2016), 16.

[7]   Jaques Lacan, “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”, en Escritos 1 (México: Siglo Veintiuno Editores, 2009), 99-105.

[8]   Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro (Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 2013).

[9]   Vicente L. Salavert Fabiani, “La cultura científica y técnica en la España de los siglos XVI y XVII”, Bulletin Hispanique 97, nº 1 (1995): 234.

[10]  Pedro Laín Entralgo, “Fernández de Oviedo ante la naturaleza del Nuevo Mundo”, en Sesión de apertura del curso académico 1978-1979 (Madrid: Instituto de España, 1979), 31.

[11]  Alexandre Koyé, Del mundo cerrado al universo infinito (Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1979).

[12]  Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias (Madrid: Imprenta de la Real Academia de la Historia, 1853), 635.

[13]  Fernández de Oviedo, Historia general, 635.

[14]  Antonio Gil Olcina y Jorge Olcina Cantos, Tratado de climatología (Alicante: Publiacions de la Universitat d’ Alacant, 2017), 508.

[15]  Pedro Laín Entralgo, “Fernández de Oviedo ante la naturaleza del Nuevo Mundo”, en Sesión de apertura del curso académico 1978-1979 (Madrid: Instituto de España, 1979), 41-42.

[16]  Enmanuel Lévinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad (Salamanca: Sígueme, 1995), 308.

[17]  Fernández de Oviedo, Historia general, 539.

[18]  Véase en Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los incas (Buenos Aires: Emecé Editores, 1944), 235-237.

[19]  Véase Cieza de León, Crónica del Perú (Venezuela: Biblioteca Ayacucho, 2005), 150-152

[20]  Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Madrid: Real Academia de la Lengua- Barcelona: Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2011), 235-236.

[21]  Fernández de Oviedo, Historia general, 541.

[22]  Vicente L. Salavert Fabiani, “La cultura científica y técnica en la España de los siglos XVI y XVII”, Bulletin Hispanique 97, nº 1 (1995), 236.

[23]  Fernández de Oviedo, Historia general, 636.

[24]  Leandro Sequeiros y Francisco Pelayo, Nicolás Steno, los estratos y el Diluvio Universal (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2011), 136-142.

[25]  Fermín del Pino Díaz, “Contribución del padre Acosta a la constitución de la etnología. Su evolucionismo”, en El científico español ante su historia: la ciencia en España entre 1750-1850: I Congreso de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias, coord. Santiago Gama Pons (Madrid: Diputación provincial de Madrid, 1978), 481-518.

[26]  Leandro Sequeiros, “Tres precursores del paradigma darwinista: José de Acosta (1540-1600), Athanasius Kircher (1601-1680) y Félix de Azara (1742-1821)”, Pensamiento 65, nº 246 (2009): 1059-1076.

[27]  Giorgio Agamben, Infancia e historia (Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2011), 134.

[28]  Peter J. Bowler y Iwan Rhys Morus, Panorama general de la ciencia moderna (Barcelona: Crítica, 2007), 137.

[29]  Sequeiros, “Tres precursores”, 1061.

[30]  José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2008), 278.

[31]  José de Acosta, Historia natural, 278.

[32]  José de Acosta, Historia natural, 280.

[33]  José de Acosta, Historia natural, 68.

[34]  José de Acosta, Historia natural, 237-238.

[35]  Sequeiros, “Tres precursores”, 1062.

[36]  José de Acosta, Historia natural, 283.

[37]  Véase al respecto el citado artículo de Sequeiros y el libro de Leandro Sequeiros y Francisco Pelayo, Nicolás Steno, los estratos y el Diluvio Universal (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2011), 136-142.

[38]  Jean Baptiste Lamarck, Filosofía zoológica (Barcelona: Editorial Alta Fulla, 1986), 167-168.

[39]  José de Acosta, Historia natural, 283.

[40]  Robert Hooke, Micrografía (Madrid: Alfaguara, 1989), 124.

[41]  Francis Bacon, La gran Restauración (Novum Orgánum) (Madrid: Tecnos, 2011), 305.

[42]  Robert Hooke, Micrografía, 170.