Humanidades:
revista de la Universidad de Montevideo, nº 18, (2025): e189.
https://doi.org/10.25185/18.9 Este es un artículo de acceso abierto
distribuido bajo los términos de una licencia de uso y distribución
Creative Commons Attribution
(CC BY 4.0.) https://creativecommons.org/licenses/by/4.0
Estudios
La importancia de la escritura (anti)heroica[1]
The importance
of (anti)heroic
writing
A importância da escrita (anti)heroica
David Pérez Chico[2]
Universidad de Zaragoza, España
ORCID iD: https://orcid.org/0000-0001-7933-8861
Recibido: 10/4/2025 - Aceptado: 19/9/2025
Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo
Pérez Chico, David. «La importancia de la escritura (anti)heroica». Humanidades:
revista de la Universidad de Montevideo, nº 18, (2025): e189. https://doi.org/10.25185/18.9
Desde un margen que existe
de un mundo que no existe
decir una palabra que existe
sobre algo que ni existe ni no existe.
Tal vez esa palabra y ese margen
puedan crear el mundo
que debió sostenerlos.
(R. Juarroz, Decimotercera poesía
vertical, 9)
Resumen:
El presente artículo tiene como principal
cometido arrojar algo de luz sobre un tipo de escritura que denominaré (anti)heroica
porque, aunque puede alumbrar zonas desconocidas de nuestra experiencia, no
busca complacer, ni convencer, ni consolidar fórmulas exitosas, y menos aún
hacerlo tirando de épica, sino sostener una voz propia en medio de un entorno
cultural y académico dominado por la inmediatez, la eficacia, el impacto y la
validación externa, con la esperanza de que sea reconocida. A partir de ejemplos
filosóficos y literarios —de Pessoa, Dickinson y Walser a Weil y Kafka, de Thoreau,
Emerson y Cavell, a Simic y
Juarroz— se argumenta que esta escritura requiere
tanto de unos lectores activos cuanto de una fidelidad por parte del autor a
una voz interior a veces imprevista e inesperada. Los autores mencionados
subrayan la resistencia a las formas instituidas de reconocimiento, su
inserción en un presente marcado por la banalidad estructural, y su expresión
más depurada en ciertos registros poéticos. Más que ofrecer una teoría cerrada,
el texto plantea una pregunta: ¿cómo seguir escribiendo de forma honesta sin
renunciar al pensamiento exigente, en un tiempo que parece valorar solo lo que
se adapta a lo ya ha sido previsto?
Palabras clave: escritura (anti)heroica; lo importante; Emerson; Thoreau; Cavell; Simic; Juarroz.
Abstract: This article's main purpose is to
shed light on a type of writing that we call (anti)heroic because, although it
can illuminate unknown areas of our experience, it does not seek to please,
convince, or consolidate successful formulas, and even less so by drawing on
the epic; rather, it seeks to sustain a voice of its own in the midst of a
cultural and academic environment dominated by immediacy, efficiency, impact
and external validation, in the hope of being recognized. Drawing on
philosophical and literary examples—from Pessoa, Dickinson, and Walser to Weil
and Kafka, from Thoreau, Emerson, and Cavell to Simic and Juarroz—it is argued
that this writing requires both active readers and fidelity on the part of the
author to an inner voice not always anticipated. The examples mentioned
underscore the resistance to instituted forms of recognition, their insertion
in a present marked by structural banality, and their most refined expression
in certain poetic registers. Rather than offering a closed theory, the text
poses a question: how can one continue writing honestly without renouncing
demanding thought, in a time that seems to value only what adapts to what has
already been anticipated?
Keywords: (anti)heroic
writing; the important; Emerson; Thoreau; Cavell; Simic; Juarroz.
Resumo: O objetivo deste artigo é focalizar um tipo de escrita que chamamos de (anti)heroica porque, embora possa iluminar áreas desconhecidas de nossa experiência, não busca agradar, nem convencer ou consolidar fórmulas bem-sucedidas, e muito menos fazê-lo puxando da epopeia, mas sustentar sua própria voz em meio a um ambiente cultural e acadêmico dominado pelo imediatismo. eficácia e validação externa na esperança de que seja reconhecido. Baseando-se em exemplos filosóficos e literários – de Pessoa, Dickinson e Walser a Weil e Kafka, de Thoreau, Emerson e Cavell a Simic e Juarroz – argumenta-se que esta escrita requer tanto um leitor ativo como uma fidelidade por parte do autor a uma voz interior imprevista. Dos exemplos citados, destacam-se a resistência às formas instituídas de reconhecimento, sua inserção em um presente marcado pela banalidade estrutural e sua expressão mais refinada em certos registros poéticos. Em vez de oferecer uma teoria fechada, o texto coloca uma questão: como continuar a escrever honestamente sem renunciar ao pensamento exigente, num tempo que parece valorizar apenas o que está adaptado ao que já foi previsto.
Palavras-chave: escrita (anti)heroica; o importante; Emerson; Thoreau; Cavell; Simic; Juarroz.
1. Introducción: escritura (anti)heroica y reconocimiento
El tema sobre el que escribo es una forma de escritura que, en mi caso, nace fruto de la sospecha, alimentada por una dilatada experiencia docente y un menú de lecturas variadas, de que lo importante no siempre puede ser dicho con las palabras exactas. Es una forma de escritura que busca despertar conciencias a través del ejemplo y de los casos particulares, desde luego, pero sobre todo ayudada por el esfuerzo que se espera por parte de sus lectores, quisiera incidir moralmente en sus conciencias mediante la exigencia que les plantea. Como recordaba Ludwig Wittgenstein en el prólogo del Tractatus Logico-Philosophicus, solo podrían entender el libro los lectores que ya hubiesen pensado por sí mismos los pensamientos que allí se expresan o pensamientos afines y que, por tanto, reconocen el terreno y su importancia.[3] En el acto mismo de ese reconocimiento, entonces, se consuma su sentido.
Los textos que sirven para ilustrar mi sospecha no son textos orientados a la autoayuda, o la transmisión didáctica por medio de manuales de texto, ni tampoco a la repetición de fórmulas exitosas, como sucede con tantas películas de Hollywood, donde, según mantiene el oscarizado William Goldman, «nadie sabe nada» sobre qué es lo que va a tener éxito, y por eso se aferran a lo que ya ha funcionado con anterioridad.[4]
Ahora bien, tal forma de escritura no se restringe, claro está, a un dominio específico, sino que puede encontrarse en el ámbito académico tanto como en el literario en un sentido amplio del término. No obstante, el rumbo dominante de la producción intelectual parece ir en la dirección opuesta. Incluso en filosofía, disciplina que uno podría esperar más resistente al cambio superficial, existe toda una galaxia de subespecializaciones, que van de la metafísica, la filosofía del lenguaje o de la mente, a la filosofía experimental, que, si bien refinan los instrumentos conceptuales a nuestro alcance, corren al mismo tiempo el riesgo de sustituir la inquietud, pudiera decir, por el procedimiento, cada una con sus propios marcos teóricos, criterios de evaluación y rituales de pertenencia.
Así, existe un riesgo muy real de que iniciativas intelectuales que nacieron como actos de inquietud sincera y libre de corsés teóricos pierdan su impulso inicial en cuanto reciben el aval de la institución académica. Al ser incorporadas al repertorio de temas avalados por tal o cual sello de calidad o acreditación, pasan a formar parte de una lógica de profesionalización que, si bien refina los instrumentos conceptuales, puede vaciar de riesgo e impulso original el pensamiento que les dio origen.
No siempre ocurre así, claro está, pero sí en muchos casos. Los debates ganan en precisión y agudeza, qué duda cabe, y vuelven más nítida nuestra imagen del mundo, cierto también, pero cabe preguntarse si no lo estarán haciendo a costa de ir cerrándose sobre sí mismos hasta convertirse en el objeto exclusivo de una curia de expertos que parecen estar más preocupados por consolidar su nicho que por responder a las preguntas que les sirvieron de motivación, o a compartir sus hallazgos con un público más amplio. Como advirtió el filósofo norteamericano Stanley Cavell, una filosofía que busca únicamente el reconocimiento de sus pares corre el riesgo de devenir esotérica, ajena a aquellos que no se consideran filósofos, pero que comparten las mismas preocupaciones que roban el sueño de quienes han convertido la curiosidad en una profesión.[5]
La escritura (anti)heroica a la que aludo aquí adopta, al menos, dos formas complementarias. Ninguna de las dos se presenta como las consecuencias de alguna presión externa, ni ansía (mucho menos necesita) validación pública. La primera, que puede ser caracterizada como gratuita, es heroica porque podría no haber existido y, sin embargo, se empeña en hacerlo. Carente de propósito instrumental, este tipo de escritura crea, desde su gratuidad, un mundo, como el de Bernardo Soares, el ayudante de contabilidad que, en los fragmentos del Libro del desasosiego, convierte la percepción minuciosa del mundo ordinario en un acto radical. La segunda, estando como está más escorada hacia la transformación, no se conforma con las condiciones que caracterizan su propio tiempo, sino que trata de desplazarla desde el interior, revelando con ello lo extraordinario que puede ser lo que hasta ese preciso instante nos parecía trivial, como ocurre, por ejemplo, en la prosa de Henry David Thoreau en Walden, o en los ensayos de James Baldwin, en los que lo íntimo y lo político se entrelazan para abrir una brecha en la normalidad establecida (a veces simplemente por acostumbrada).
Ambas formas, si bien diversas en sus medios, comparten un mismo impulso consistente en desafiar, poniéndolo del revés, lo instituido, lo repetido y lo esperado. Es un acto de protesta contra el conformismo y la ceguera que en ningún caso se queda en el mero capricho. En todo ello resuena la siguiente afirmación de Emerson: «Cuando mi genio me llama rehúyo a padre y madre y esposa y hermano. Escribiría en el dintel de la puerta Capricho. Espero que sea algo mejor que el capricho finalmente, pero no podemos pasar el día con explicaciones»;[6] o también que «nada es sagrado excepto la integridad de tu propia mente».[7] La voz que guía este tipo de escritura no viene, así pues, del exterior, ni se impone desde las alturas. Se trata de una exigencia interior que no puede ser desatendida so pena de extraviarnos, como tuvo ocasión de comprobar Dante al verse, en el Canto I de La divina comedia, en medio de un «oscuro bosque porque se perdió el camino recto».
En un presente, el nuestro, que ha perdido la confianza en verdades universales y estas, a su vez, han perdido su fuerza normativa, acaso lo más urgente no sea concordar en lo que creemos, sino que lo más urgente es concordar en lo que merece (y exige) que le prestemos nuestra atención. En ausencia de tal concordancia, reconocer lo importante[8] como exigencia antes que como un contenido ya cerrado, constituye, a mi modo de entender, el núcleo de la escritura (anti)heroica: heroica, porque no entiende de modas ni busca la aprobación de su tiempo; y antiheroica, porque ello la obliga, inevitablemente, a ir a contracorriente.[9]
En las secciones que siguen, examino distintas modulaciones de esta escritura (anti)heroica. En primer lugar, quisiera presentarla como una forma de reconocimiento que requiere unos lectores activos y comprometidos que estén dispuestos a asumir el esfuerzo de una lectura que no se reduce a una mera decodificación automática. En segundo lugar, pasaré a concebirla como una forma de fidelidad a una voz interior que lucha para no ser domesticada por el pensamiento conformista, aunque sea a costa del aislamiento o incluso de la invisibilidad.[10] En tercer lugar, incorporo a la exposición una lectura del ensayo «Heroism» de Emerson, donde la figura del héroe aparece como alguien que persiste en su camino sin necesidad de afirmación externa, guiado únicamente por una especie de música interior. Esta concepción ética del heroísmo permite ampliar la noción de escritura (anti)heroica más allá de su dimensión literaria o filosófica. En cuarto lugar, nos asomaremos, aunque de manera somera, a la interpretación que el filósofo norteamericano Stanley Cavell hace de H. D. Thoreau como ejemplo de autor de una escritura profética, una que asume una responsabilidad radical frente al lenguaje y la comunidad. Con posterioridad, en quinto lugar, exploro su carácter de resistencia frente a los marcos consagrados de validación cultural, y sitúo esta resistencia en el contexto de un presente dominado por la banalidad estructural, donde lo importante corre el riesgo de volverse invisible de manera irreversible. Y, por último, en sexto lugar abordo la expresión más depurada de la escritura (anti)heroica en ciertas formas poéticas, que aquí limitaré a los ejemplos de Charles Simic y Roberto Juarroz, en las que esta escritura se despliega irónicamente, insistiendo en decir algo allí donde todo parece haber sido zanjado.
2. El esfuerzo del lector como acto de reconocimiento
Lo que estamos dando en llamar escritura (anti)heroica abre un espacio que se abre a la clase de lectores que están dispuestos a realizar un determinado acto consciente, a saber: el esfuerzo de leer entendido como un compromiso con aquello que se le presenta ante sus ojos y no como si fuera una mera decodificación automática. Esto puede parecer una perogrullada pues ¿no leemos aquello que hemos elegido leer? Ciertamente, pero leer, en este contexto, no equivale a consumir, ni a apilar nuevos conocimientos unos sobre otros; sino a participar en un acto de reconocimiento. Un reconocimiento que tiene por objeto lo que, de alguna manera, ya estaba latente en el propio lector a la espera de ser dicho con las palabras de otro.[11]
La dificultad que plantea esta escritura no es deliberada ni obedece a una estrategia de distinción hermética. Su complejidad procede, en parte, de su gratuidad, pues no está orientada a un lector particular: es una escritura «para todos y para nadie», cuyo éxito depende únicamente del interés con el que se la reciba. Por otra parte, su dificultad proviene también de que obliga a sus lectores a cuestionar las estructuras que conforman nuestra imagen del mundo. Por ello, quien se adentra en ella debe estar dispuesto a desviarse e incluso a no comprender plenamente.
Este
tipo de exigencia hacia el lector encuentra un eco singular en la obra de
Pessoa, que, al diseminar su voz en múltiples heterónimos, rehúye cualquier
unidad interpretativa o sistemática. Leer a Pessoa, ya se trate del bucólico Caeiro,
del sofisticado Campos o del introspectivo Soares, implica aceptar una
dispersión sin síntesis posible, una forma de descentramiento en la que el
lector debe inventar su propio modo de estar ante el texto. No se trata de
comprender un sistema. Se trata de reconocer un paisaje dislocado en el que,
paradójicamente, el lector se descubre a sí mismo. Esa paradoja también puede
ser formulada diciendo que el texto no busca convencernos y que
no por ello deja de interpelarnos, en tanto que activa un saber latente que, por
las razones que sean, aún no habría sido formulado. El reconocimiento al
que se alude aquí no es cognitivo sino existencial. Es cercano, por ejemplo, a
la noción de acknowledgment que Cavell rescata en su lectura de Wittgenstein, de acuerdo
con el cual no se trata de describir al otro o de explicarlo, sino de dejarse interpelar
por su presencia.[12]
Pessoa, de nuevo, en Páginas Íntimas e de Auto-Interpretaçao, mantiene que comprender no es suficiente; que es necesario, además, sentir lo que se comprende, y que «[s]entir es crear. Sentir es pensar sin ideas, y por eso sentir es comprender, ya que el Universo no tiene ideas. ¿Pero qué es sentir? Tener opiniones no es sentir. Todas nuestras opiniones son también las de los otros. Pensar es querer transmitir a los otros aquello que se cree que se siente. Solo lo que se piensa se puede comunicar a los otros. Lo que se siente no se puede comunicar. Solo se puede comunicar el valor de lo que se siente».[13] El reconocimiento, como decimos, deja de ser una operación cognitiva para convertirse en una experiencia de exposición en la que el lector es alcanzado por aquello que, aunque no le hable directamente, de alguna manera, lo interpela.
Hay
aquí una forma de comprensión que no se reduce a seguir un determinado
procedimiento ni a una asimilación conceptual. Es un tipo de comprensión que
implica una forma de estar presente que a su vez permite ver conexiones, que lo
dicho resuene con el trasfondo compartido de la experiencia. Es el
tipo de comprensión que se experimenta como un cambio de posición, como la
adopción de un nuevo punto de vista. Comprender,
aquí, no es lo mismo que apropiarse de un contenido, sino responder a una
exigencia que nos precede. Pero ¿no corre
también el lector el riesgo de anticipar lo que quiere encontrar? ¿No hay en
esta forma de lectura la tentación de ver profundidad allí donde solo se
proyecta una expectativa previa? Si fuera así, el reconocimiento dejaría de ser
un encuentro y se convertiría en un eco.
La
lectura acontece con el lector, pero solo si este acepta ser interpelado en su
vulnerabilidad. Para que ello tenga lugar, esta escritura requiere un lector
que además de querer comprender, tiene que estar dispuesto a exponerse al
riesgo de quedar afectado, descolocado e incluso herido por lo que lee. Tan
solo de esta manera será capaz de reconocer que lo que se le ofrece no es un
producto acabado, sino que es algo a medio hacer y que lo reclama, al lector,
como condición de posibilidad, algo que requiere del lector no solo
comprensión, sino una respuesta activa que lo constituye como interlocutor. Esta exigencia hacia el lector únicamente es posible si el autor
sostiene una fidelidad firme a una forma de pensamiento que rehúye la domesticación,
incluso en ausencia de una audiencia o de reconocimiento.
3. La escritura (anti)heroica como fidelidad a una causa
En una época en la que el valor de las prácticas discursivas tiende a medirse por su rendimiento, visibilidad o impacto, resulta cada vez más excepcional, casi anacrónica, la voluntad de mantenerse fiel a una idea, una intuición o una forma de pensar que no busca necesariamente complacer. La escritura (anti)heroica no nace del deseo de influir, como si se tratase de dirigir a las masas desde el púlpito. La realidad es que nace de la necesidad de pensar con honestidad, incluso en ausencia de un público objetivo.
Esa lealtad intelectual no es para con un contenido específico, ni siquiera con una idea, representa en todo caso un compromiso con el propio acto de escribir, cuando casi nada, ni la lógica del mercado, ni buena parte de la estructura académica, ni el clima cultural dominante, parece estar de su parte. Escribir (anti)heroicamente, entonces, es afirmar una posibilidad de pensamiento que no ha sido solicitada por las condiciones dominantes, y hacerlo sin esperar recompensa alguna. Hay en ello algo del temple que Emerson reivindicaba en «Experience», donde advertía que nuestra atracción por lo real puede llevarnos a la tristeza, pero también a una aceptación sin ilusiones, pues la vida no es ideal; ni tampoco «es intelectual ni crítica, sino inquebrantable».[14] La escritura que nace de la aceptación de que no hay una forma segura de vivir ni de decir se mantiene fiel a la dificultad misma de vivir y pensar sin fórmulas ni refugios teóricos.
No debemos confundir este acto con una actitud marginal o una glorificación romántica del fracaso. Esta escritura no es (anti)heroica por resignación ni por orgullo, lo es por su negativa a dejarse reducir a lo dado. Se trata de una lealtad a la exigencia interior de señalar lo que para mí es importante, aunque ello pueda resultarme incómodo a mí, e impopular o intempestivo a los demás. Pero, como ya quedó dicho arriba, no tiene nada de épico. Y es que no se trata tanto de sostener contra viento y marea una voz excepcional cuanto de no traicionar una voz posible.
Algunas escrituras nacen con vocación de éxito; otras, con vocación de verdad, y aunque en ocasiones puedan coincidir, el escritor (anti)heroico sabe que pensar con honestidad implica, a menudo, una forma de desobediencia a los géneros, de resistencia a las convenciones y a las fórmulas que vuelven digerible incluso el menú más indigesto. En este punto resulta difícil no pensar en Thoreau, para quien el compromiso ético y la desobediencia no eran, como parece, términos opuestos, sino inseparables. En Desobediencia civil, escribe: «La única obligación que tengo derecho a asumir es hacer en cada momento lo que creo justo».[15] También la escritura (anti)heroica, si permanece honesta, responde al imperativo de decir lo que se cree justo, aunque eso pueda incomodar a todo el mundo.
No
se trata, por tanto, de fingir autenticidad ni de ser caprichosamente radicales.
La fidelidad a la propia voz no es una imposición de un yo soberano. Si acaso es
una forma de cuidado consistente en no traicionar aquello que nos impulsa a
escribir. Es una forma de integridad antes que de autoafirmación. Una ética del
estilo.
Una
figura que encarna con particular intensidad este tipo de fidelidad es Simone
Weil. Su escritura rehúye toda estrategia de autorrepresentación, y su vida
confirma esa negativa. Su trabajo filosófico y político no se presenta como
doctrina, ni tampoco busca consolidar un estilo o una influencia. Su trabajo es
la respuesta a una exigencia que brota del mundo y del sufrimiento del otro. En La
gravedad y la gracia, Weil escribe lo siguiente: «La atención
absolutamente pura y sin mezcla es oración».[16] Esa oración señala la
necesidad de una presencia sin apropiación sin necesidad de apelar a lo
trascendente; es una forma de exposición absoluta a lo real.[17] La escritura, para Weil, no
tiene justificación estética ni valor instrumental. En su caso no cabe ni
estrategia ni heroicidad visible. Tan solo cabe una forma de insistencia ética
que sobrevive al borde del colapso. Y, sin embargo, esa misma fidelidad, cuando
se absolutiza como ideal ascético, corre el riesgo de convertirse en una forma
de martirio improductivo. ¿Dónde termina la lealtad y empieza el olvido de uno
mismo como una forma más de orgullo?
4. El heroísmo según Emerson
En su ensayo «Heroism», Emerson articula una concepción de la heroicidad que desborda el marco épico convencional y se vuelve, paradójicamente, doméstica, silenciosa y cotidiana. Lejos de los gestos grandilocuentes y del reconocimiento social, el verdadero heroísmo, dice Emerson, es una forma de fidelidad interior que se expresa en la resistencia serena frente a lo adverso, y en la capacidad de actuar según principios sin mediación de cálculo alguno ni espera de recompensa: «La confianza en uno mismo es la esencia del heroísmo».[18] La confianza en uno mismo no es vanidad ni afirmación del ego, sino la condición para actuar con integridad y sin dobleces.
En esta línea, Emerson describe al héroe como alguien cuya firmeza interior no es perturbada por las circunstancias externas: «El héroe es una mente de tal equilibrio que ninguna perturbación puede hacer tambalear su voluntad, pero agradablemente y por así decirlo alegremente avanza al son de su propia música».[19] No pensemos que esa música forma parte de algún tipo de espectáculo. Al contrario, acompaña con discreción el movimiento del pensamiento. Así, el heroísmo se convierte en una forma de atención constante, en una ética sin dramatismo, aunque no por ello menos exigente. En palabras de Emerson, «[l]a característica del heroísmo es su persistencia. Todos los hombres tienen impulsos errantes, arrebatos y arranques de generosidad. Pero cuando hayas elegido tu parte, apégate a ella, y no trates débilmente de reconciliarte con el mundo».[20] Pero la frontera entre integridad y aislamiento no siempre es nítida. Así pues, ¿qué ocurre cuando esa negativa a reconciliarse con el mundo se convierte en incapacidad para implicarse en él?
La forma de persistencia a la que se refiere Emerson, de negativa a reconciliarse con lo que no es fiel a lo que uno considera justo o verdadero, resuena profundamente con la idea de una escritura (anti)heroica: escribir en contra de las fórmulas esperadas, elevar la voz incluso en ausencia de audiencia, responder a una exigencia interior que no se puede traicionar. En Emerson todo esto adopta la forma de una empresa de resistencia moral fundada en la aversión hacia el conformismo.
Pero no toda escritura fiel al presente elige el camino del recogimiento. También hay escrituras que, como la de Nietzsche, operan desde el exceso y la provocación. Nietzsche no se retira del mundo ni lo desafía sutilmente, en voz baja. Si Emerson escribe acompañado de una música interior, Nietzsche escribe como quien tañe una campana a martillazos. Se enfrenta al mundo con estilo explosivo. Su escritura no busca pasar desapercibida; es un desafío formal, una irrupción constante: «No soy un hombre, soy dinamita».[21]
Tal vez esta otra forma de (anti)heroísmo no sea menos radical, sino simplemente más incómoda, más teatral, menos reconciliable con la figura del héroe discreto. Nietzsche no espera ser comprendido, tampoco seguido, ni mucho menos canonizado. Escribe como quien se lanza al agua con la esperanza de salpicar a los que no quieren mojarse. ¿No hay también en esto una forma feroz de fidelidad?
La figura del héroe que Emerson perfila en sus ensayos tiene una prolongación decisiva en Thoreau. Cavell, en su lectura de Walden, retoma esa línea y plantea que el verdadero heroísmo no está en el tema tratado, sino en la forma misma de escribir. A partir de aquí, la escritura se convierte en una forma de responsabilidad radical.
5. Escritura heroica como escritura profética: Cavell y Thoreau
En Los sentidos de Walden, Stanley Cavell ofrece una interpretación singular del proyecto literario de Thoreau, que puede ser leída como la reivindicación de una escritura (anti)heroica como una empresa solitaria y decididamente contracultural o, mejor, no complaciente con el estado actual de las cosas. Cavell insiste en que el Walden de Thoreau no debe ser entendido como si fuera antes que cualquier otra cosa una obra sobre la naturaleza, ni como la propuesta de una forma de vida alternativa, sino como una reflexión sobre el propio acto de escribir: «[a]sumo que, cualquiera que sea el modo en que entendamos los tópicos y proyectos de Thoreau, al final hay que conocerlo como escritor».[22] En este sentido, el verdadero héroe del libro es el escritor mismo, no por lo que narra sino por el tipo de escritura que encarna.
De acuerdo con Cavell, la escritura heroica de Thoreau se articula como un ejercicio de responsabilidad radical frente al lenguaje, frente a la comunidad y frente a uno mismo. Thoreau no escribe para persuadir ni para ser comprendido fácilmente. Tal como declara el propio Thoreau: «[l]os libros heroicos, incluso si están impresos en caracteres de nuestra lengua materna, se ofrecerán siempre en un lenguaje muerto para las épocas degeneradas».[23] Cavell mantiene que esta afirmación no es una descripción idealizada de otros libros, sino una indicación sobre el tipo de lectura que requiere Walden mismo, y que consiste en un ejercicio de interpretación esforzada, en otras palabras, en una forma de reconocimiento.
Esta acción implica también una transformación del concepto mismo de escritura. Para Cavell, Thoreau retoma una ambición profética en un momento cultural en que el lenguaje ha perdido su fuerza originaria. No escribe para «decir algo nuevo», su objetivo si acaso es reinscribir el acto de escritura como algo capaz de dividir al lector «[de atravesarle] el corazón y la médula».[24] Es una escritura que, en lugar de buscar la eficacia comunicativa, busca confrontar, ser exigente y en última instancia despertar conciencias. En este punto, puede decirse que «profético» quiere decir aquí irrenunciable antes que visionario. Cavell identifica la empresa de Thoreau con la de los profetas bíblicos, especialmente con Jeremías y Ezequiel, cuyos discursos combinan la esperanza y el lamento, el juicio y la redención, y que hablan a un pueblo que no los escuchará. Como Ezequiel, Thoreau escribe para una comunidad que «no [le] hará caso, porque no quiere [hacerle] caso».[25]
La
elección del lenguaje escrito, frente al oral, es decisiva en esta acción
heroica. Thoreau desconfía de la palabra hablada como vehículo de verdad y así,
en su mundo, «las palabras habladas están pensadas para engañar».[26] La escritura, en cambio,
permite registrar un acto, marcarlo en el tiempo, hacer que cada registro sea
una forma de rendición de cuentas. De esta manera, el lenguaje se convierte en
un instrumento de precisión casi matemática: «Entre las obras de arte escritas,
solo de la poesía esperamos la entrega a un significado total y transparente. La
ambición literaria de Walden es hacerse cargo de esa dedicación en prosa».[27] Esta exigencia no es
meramente formal, pues introduce una ética de la palabra que consiste en decir tan
solo lo que uno tiene por verdadero, y creer tan solo lo que ha sido dicho con
integridad.
De ahí que la escritura heroica de Thoreau se presente como una forma de profecía secular que no busca únicamente consuelo. Su objetivo nunca fue establecer un programa político ni una doctrina moral, sino que, como mucho, pretendía provocar una experiencia de lectura que interpela al lector más allá de cualquier expectativa instrumental, una que lo sitúa frente a sí mismo. Cavell lo expresa de manera clara: «Escribir —escribir heroicamente, escribir la escritura de una nación— ha de asumir las condiciones del lenguaje como tal; reexperimentar, por decirlo así, el hecho de que haya algo semejante a un lenguaje y asumir su responsabilidad —encontrar el modo de reconocerlo».[28] Pero reconocer el lenguaje como condición implica también reconocer su fragilidad recogida en la posibilidad constante de que no diga nada, o de que se vuelva cliché. Escribir heroicamente, en este sentido, es escribir contra esa posibilidad, y hacerlo sin dejar de ser consciente de que la posibilidad de fracasar acecha a la vuelta de cada esquina.
Este modelo de escritura no se funda en la accesibilidad ni en el impacto inmediato. Cavell reconoce que Walden puede parecer a ratos «largo y aburrido»,[29] pero también que esta fatiga es constitutiva del tipo de experiencia que el texto propone. Es un aburrimiento no del vacío, sino de una «prolongada urgencia».[30] Y es que la seducción no es uno de los objetivos de esta escritura. En todo caso aspira a mantener la tensión entre la esperanza absoluta y el fracaso radical, una tensión que Thoreau encarna tanto en su vida como en su prosa.
Ahora bien, esta concepción de la escritura implica también una toma de distancia frente a las formas instituidas de reconocimiento, porque estas, a menudo, corren el riesgo de neutralizar aquello mismo que originalmente buscaban celebrar.[31]
6. Lo (anti)heroico como resistencia a las formas instituidas de reconocimiento
La escritura (anti)heroica no se define principalmente por los contenidos que defiende, ni por las formas que adopta, sino que, de forma característica, se define por aquello a lo que renuncia, como por ejemplo los modos socialmente consagrados de establecer el valor de una obra. En un entorno cultural saturado de premios, rankings, métricas e índices de impacto, puede parecer que toda obra está orientada a encajar en algún dispositivo de validación externa. La escritura (anti)heroica se sitúa deliberadamente fuera de ese circuito, pero no lo hace porque desprecie el reconocimiento, que en ocasiones puede ser justo y merecido, sino porque es consciente de cuán fácilmente este puede neutralizar aquello que le otorga sentido.
Digamos más, su (anti)heroísmo no implica cinismo ni orgullo marginal, implica si acaso una estrategia de supervivencia. Entre sus aspiraciones no se encuentran ocupar el centro del escenario, ni convertirse en modelo de nada. Si se encuentra en los márgenes es por una necesidad ética ante que por obediencia a una voluntad estética; porque las formas que necesita no tienen cabida en los espacios habituales, ya sea porque los temas que aborda no resultan rentables, o porque las formas que emplea no se ajustan a los formatos dominantes, o porque se niega a simplificar lo complejo para hacerlo más digerible. Así, la marginalidad no es un accidente ni una pose. La marginalidad es una consecuencia casi inevitable de permanecer fiel a una forma de pensamiento que no puede decirse en los términos impuestos por el reconocimiento instituido sin el riesgo de verse convertida en otra cosa.
Robert Walser es un ejemplo paradigmático de esto que acabamos de decir. En sus Microscripts, en sus caminatas sin rumbo, en sus personajes humildes (copistas, botones, aprendices), se insinúa una forma de escritura que, en respuesta a su compromiso con lo ínfimo, opta por replegarse, hacerse pequeña (Emerson, de nuevo, en «Self-Reliance» hablaba de «lo próximo, lo bajo, lo común» como las «virtudes del hombre común»).[32] «¿Qué podría haber de malo en ser insignificante?», se pregunta Walser.[33] Su renuncia a ocupar un lugar destacado, incluso cuando ya había alcanzado un cierto reconocimiento popular, expresa una voluntad de no traicionarse a sí mismo antes que un desprecio por el mundo. En Walser, lo insignificante no es lo irrelevante. Lo insignificante es aquello que solo se ve si se presta la clase de atención que previamente habría renunciado a las jerarquías habituales.
Otro caso elocuente de esto que estamos diciendo es el de Emily Dickinson, quien, desde su habitación en Amherst, produjo una de las obras poéticas más intensas del siglo XIX, sin que la moviera el deseo de publicar. Dickinson dio forma a una voz que rehúye los escenarios públicos sin perder un ápice de intensidad. Sus poemas, muchas veces fragmentarios o crípticos, ofrecen poco consuelo: «Di toda la verdad, pero dila sesgada»,[34] escribió, como si supiera que toda verdad dicha de frente puede volverse propaganda. Su (anti)heroísmo consistió en una negación de la palabra y no en la renuncia a las formas convencionales del reconocimiento. Lo que le importaba no era ser leída, sino haber escrito como si la lectura no fuera necesaria para la existencia del poema; como si su validez residiera en la precisión del decir, no en la cantidad de sus destinatarios.
Pero difícilmente pueda hallarse una figura más secretamente (anti)heroica que Franz Kafka. Su escritura tampoco buscaba lectores, ni respuestas, ni siquiera ser publicada. La relación de Kafka con la escritura ha sido interpretada por diversos críticos como una forma de devoción profunda, casi espiritual. Safranski cita una carta de Kafka a Felice Bauer, fechada el 14 de agosto de 1914, en la que Kafka expresa lo siguiente: «No es que yo tenga algún interés por la literatura, sino que estoy hecho de literatura; no soy nada más, ni puedo ser nada más».[35] Esta entrega absoluta al acto de escribir refleja una conexión que trasciende lo meramente profesional, acercándose a lo existencial. El (anti)heroísmo kafkiano se desprende del acto mismo de escribir contra todo y no del contenido de sus textos. Kafka escribe contra cualquier forma de cálculo, contra su propio cuerpo, contra la incomprensión del mundo, contra la mecánica impersonal de lo jurídico, lo familiar y lo administrativo.
En esta obstinación sin programa, sin promesa de consuelo, sin refugio conceptual, se cifra una de las formas más radicales de esta escritura (anti)heroica. Pero quizá sea precisamente esa radicalidad la que convierte a autores como Kafka, Dickinson y Walser en emblemas involuntarios, reciclados como signos de una autenticidad que el mercado termina por absorber. Hay, además, otro tipo de fragilidad más difícil de nombrar, pues no toda retirada es lúcida, ni toda voz apagada guarda una verdad. A veces lo (anti)heroico se vuelve indecisión, o se disfraza de humildad para evitar el riesgo de exponerse demasiado. Puede haber en ello torpeza y confusión, e incluso una fidelidad que no acaba de definirse. Tal vez lo (anti)heroico no sea tanto un modelo como una orilla. Un intento a medio trazar, una insistencia que no siempre sabe a qué responde (no como posibilidad, como hemos venido diciendo, sino como limitación). ¿Y si el verdadero (anti)heroísmo estuviera también en aceptar ese fracaso como parte de su verdad, antes que como caída?
Todos
estos ejemplos de escrituras que son (anti)heroicas, entre otras cosas, porque rehúsan
el espectáculo, corren el riesgo de parecer oscuras, marginales o irrelevantes.
Sin embargo, su radicalidad consiste justamente en no hablar la lengua de los
vencedores. Al negarse a plegarse al canon editorial, académico o cultural, nos
recuerdan que existen otras formas de valor menos visibles y menos celebradas
también, pero no por ello menos reales. Formas de valor que remiten al tipo de
comprensión que transforma a sus improbables lectores y no a la aprobación
externa; un valor que se mide por su fidelidad a lo que importa sin pensar en
cuál pueda ser su impacto. Es aquí donde
lo (anti)heroico se muestra en su forma más precisa, concretamente como una negativa
a traicionar la forma que exige lo importante. La escritura (anti)heroica no busca, no puede, interrumpir el
curso del mundo, sino, si acaso, mantenerse fiel a su voz, incluso aunque el
mundo corra en la dirección contraria. O precisamente por ello, porque tarde o
temprano su presencia se convierte en una pregunta inevitable.
Todo ello cobra un sentido particular cuando se considera el entorno en que esta escritura tiene lugar: un paisaje cultural atravesado por la banalidad, en el que el pensamiento ralentizado o no rentable es percibido como excentricidad o exceso.
7. La banalidad del mundo actual como el contexto que exige una escritura (anti)heroica
La escritura (anti)heroica emerge como respuesta, o resistencia, a un entorno marcado por la banalidad estructural que amenaza con dar paso a una fase de metástasis universal, y por lo tanto irreversible. En la actualidad, esta banalidad no es una anomalía ni un defecto circunstancial. Se ha convertido en un modo dominante de organización del mundo. Se manifiesta en contenidos triviales o en gustos discutibles, y también como lógica profunda caracterizada por la velocidad, la inmediatez, la comunicabilidad total, el entretenimiento como principal forma de relación con el lenguaje. Pero no podemos dejarnos cegar por el brillo de la superficie: no cambia únicamente lo que se dice, sino sobre todo el modo en que el lenguaje se ha subordinado a funciones que lo vacían de su capacidad crítica.
En semejante contexto, el pensamiento que no se deja reducir a eslóganes o a soluciones rápidas adquiere un estatuto de excentricidad. La escritura que exige tiempo, silencio y atención, por no hablar de transformación, es provocadora e incómoda como un acúfeno. Lo importante, se dice, es que los libros vendan, que los artículos circulen, y que las ideas se acomoden sin fricción a lo que ya es sabido o esperado. Es de esta manera como acaba configurándose la paradoja contemporánea: la saturación de discursos coincide con una orfandad creciente de sentido. En lugar de comprensión, lo que abunda son contenidos procesables, información antes que sabiduría. Ruido.
La banalidad a la que nos estamos refiriendo dista mucho de ser un mero juicio moral, es mucho más que eso. Es la forma estructural del presente. Lo importante no desaparece, se vuelve imperceptible por exceso de información y por el ritmo acelerado de nuestras vidas siempre ocupadas. En este paisaje intelectual, resulta particularmente pertinente la afirmación de Adorno: «Cuanto más planificado está el mundo, más acentuado se vuelve el azar».[36] Y así, incluso en medio de este ruido, algo brilla y se deja oír. Algunas voces nuevas, algunos movimientos exiguos, escriben desde la imposibilidad de dejar de hacerlo sin la seguridad de llegar a ser leídos por alguien, en algún lugar, en algún momento. El aparente orden y eficiencia del mundo contemporáneo, sugiere Adorno, no es signo de racionalidad, sino de una forma más avanzada de irracionalidad, de la planificación que ignora el sentido. En este mundo administrado, la escritura que no busca utilidad es, por sí sola, un ejemplo de resistencia, porque hace todo lo posible por mantenerse fuera de las coordenadas del sistema, como recordando que todavía es posible decir algo que no estuviera previsto ni, por lo tanto, se siguiera de nada.
Como sugiere Blanchot, cuya reflexión sobre el lenguaje como experiencia límite resulta clave para pensar la escritura como exposición sin garantías, escribir puede ser entendido como entrar en un espacio en el que el lenguaje ya no sirve para transmitir ni busca completar nada, sino que se convierte en una forma de estar expuesto a lo que se resiste a ser dicho: «Escribir es entrar en el dominio de la ausencia de obra».[37] Desde esta perspectiva, la escritura (anti)heroica no responde al anhelo de recuperar un origen perdido ni guiar a nadie hasta la tierra prometida. Su objetivo es más modesto y, al mismo tiempo, más radical. Busca hacer visible el mundo ordinario que ha quedado oculto bajo el exceso de transparencia. Ahora bien, nuestro mundo ordinario no es antes que cualquier otra cosa un refugio, pero es lo único que verdaderamente compartimos.
Ese
mundo no es otro, ni es un nuevo mundo, ni es un mundo más auténtico. Es el
mismo mundo, pero distinto; un mundo que se vuelve a hacer visible por la forma
en que se lo nombra. Y lo hace sin prometer redención, sin ofrecer soluciones,
sin presentarse como alternativa. Su fuerza reside en la obstinación antes que
en la novedad, en la insistencia en que todavía hay algo que puede ser dicho
con palabras sin que se vuelva mercancía.
8. A modo de epílogo: la poesía de Charles Simic y Roberto Juarroz
El tipo de escritura que aquí se ha descrito (intransigente con la banalización de la experiencia y no fundada en una trascendencia externa ni orientada a una promesa de redención) encuentra una de sus manifestaciones más elocuentes en ciertas formas de poesía contemporánea. Pero no porque la poesía se eleve por encima de otras prácticas, sino porque lleva al extremo su vocación de decir en ausencia de un amparo conceptual. En su brevedad y concentración, la poesía condensa la clase de fidelidad tan exigente que recorre todo el texto y que consiste en escribir incluso cuando todo parece haber sido dicho ya.
No toda poesía, desde luego, responde a esta caracterización. Pero en autores como Charles Simic y Roberto Juarroz puede reconocerse una actitud que preserva una forma de seriedad y de precisión ética en su relación con el mundo. No son los únicos, pero me resultan ejemplares. Para ambos, la poesía no es una vía de acceso a lo sagrado, ni una mediación con lo absoluto. Para ambos la poesía es un modo de atención crítica y lúcida al presente, uno que no necesita fundarse en lo trascendente para ejercer una exigencia sobre el lector. La brevedad de las referencias que siguen ni puede ni pretende agotar esta vía, sino únicamente insistir desde otro ángulo en que la escritura (anti)heroica aquí defendida dista mucho de ser un constructo teórico. Sí es, en cambio, una posibilidad real y encarnada en obras concretas.
Entre quienes han llevado esta forma al límite, la poesía de Charles Simic ocupa un lugar singular. No solo porque renuncie a la exposición teórica, lo cual no sería llamativo en el caso de un poeta, sino porque desborda toda posibilidad de asimilación conceptual desde dentro de su forma. En sus textos, Simic parece haber comprendido que existe una manera de escribir que no consuela, ni tampoco explica, ni mucho menos se justifica: «Escribir es siempre una burda traducción en palabras de lo que no tiene palabras».[38] Lo inefable para Simic parece ser una exigencia formal antes que un límite metafísico, y más concretamente la conciencia de que algo se pierde en el decir, y de que, aun así, merece la pena intentar decirlo. Sus escritos ensayísticos y autobiográficos están llenos de reflexiones sobre la poesía, sobre su naturaleza subversiva, como por ejemplo en su libro de memorias Una mosca en la sopa, donde escribe que “[l]a poesía es la serenata del gato bajo la ventana de la habitación donde se escribe la versión oficial de la realidad.”[39] En sus reflexiones, Simic recurre a imágenes que condensan una poética entera. Un poema, escribe, es como «una piedra que flota», algo imposible y, sin embargo, real; un objeto que subvierte nuestras categorías de comprensión sin necesidad de dramatismo.[40] Esa paradoja define la lógica de su escritura: inútil desde el punto de vista instrumental, pero indispensable desde el punto de vista existencial.
Este tipo de poesía no guía ni acompaña a sus lectores. No los conduce a ningún lugar. Al contrario, los deja sin camino; son, en cierto modo, abandonados. Pero ese abandono es una muestra de respeto de Simic hacia sus lectores. Un poema no tiene que adaptarse a nada ni a nadie; si acaso puede desplazar el foco de atención, interrumpir sin aspavientos, como quien reorganiza las piezas del mundo sin romperlas. Simic, aunque escribe desde la experiencia personal del horror, no renuncia al humor ni a la ironía, una ironía que no es distanciamiento, ni cinismo, sino que es una suerte de lucidez no afectada, de ternura sin sentimentalismo.
Una de sus imágenes más memorables es aquella que describe a Buster Keaton a la deriva en un río, pescando tranquilamente sobre una boya de prácticas de tiro. Para Simic esta imagen es una metáfora de la poesía como resistencia carente de grandilocuencia: «Una magnífica serenidad frente al rostro del caos. Lo suficientemente sabia como para fingirse tonta».[41] Esa sabiduría que se oculta junto con la atención a lo ínfimo sin promesa de salvación, cifra la naturaleza (anti)heroica de su escritura.
En otro momento, Simic compara los poemas con retratos fotográficos de otras personas en los que nos reconocemos. La causa no es que nos reflejan, sino más bien porque hay algo en ellos que se revela y nos invoca. Este reconocimiento es anterior a cualquier explicación y por lo tanto no es lógico ni emocional. Como si el poema dijera, aunque sin decirlo de manera explícita, que lo importante sigue allí, aunque no sepamos cómo nombrarlo: «El poeta quiere recuperar un rostro, un estado de ánimo, una nube en un cielo, un árbol al viento, y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en el que como lector uno se reconoce a sí mismo».[42]
En un mundo saturado de ruido, literalidad y fórmulas precocinadas listas para ser consumidas, la poesía de Simic no enseña nada, pero nos acompaña siempre que estemos dispuestos a dejar que lo haga. La poesía de Simic no ofrece alternativas, pero deja en sus lectores una huella permanente.
Y si la resistencia de la poesía de Simic adopta la forma de una sonrisa absurda frente al caos, la poesía del argentino Roberto Juarroz encarna otra modalidad del mismo gesto, en su caso la de una afirmación cargada de sobriedad que tampoco busca ofrecer consuelo ni prometer nada, pero que se mantiene fiel al acto de decir algo incluso en el umbral de lo indecible.
Cada uno de los poemas que forman parte de la «poesía vertical» de Juarroz es una interrupción más o menos breve, pero memorable; una fisura por la que hace acto de aparición algo que no se deja cristalizar en forma de mensaje ni, en realidad, en cualquier otra forma explícita. Simic, su poesía, no busca explicar el mundo, pero consigue hacerlo temblar en lo visible. Los poemas de Juarroz son recordatorios, con las palabras justas, y cotidianas y austeras, de que, aunque de ciertas cosas no podamos decir nada con pretensión de verdad, aún podemos seguir hablando de ellas. Es posible que no sepamos aún cómo se nombra lo importante, pero la insistencia de los poemas de Juarroz nos invita a intentarlo: «Palabras que me nombran. / Pero todas las palabras me nombran / cuando yo sé escucharlas. // Ahora debo aprender a decirlas / para que otros se sientan nombrados / si acaso las escuchan. // Para nombrar a un hombre / se necesitan todas las palabras. // Ahora es sólo mi turno / de continuar la ceremonia».[43]
En su brevedad última, estos versos no se limitan a continuar la ceremonia del decir. Muestran, además, que aún es posible escribir con lealtad a lo que debemos querer decir cuando decimos algo, porque si algo da por supuesto la escritura (anti)heroica que he querido introducir en este trabajo, es nuestra inevitable inteligibilidad. Este tipo de escritura, entonces, en lugar de decantar conceptos o sublimar ideas en formulaciones cerradas, las deja vibrar lo suficiente como para que otros puedan reconocerse en ellas y habitarlas.
Referencias bibliográficas:
Adorno, Theodor. W. Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada. Madrid: Akal, 2004.
Blanchot, Maurice. El espacio literario. Barcelona: Paidos, 1992.
Cavell, Stanley. Los sentidos de
Walden. Valencia: Pre-Textos, 2011.
Cavell, Stanley. ¿Debemos querer lo que decimos? Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2018.
Cavell, Stanley. Here and There. Places for
Philosophy. Cambridge: Harvard University Press, 2022.
Dickinson, Emily. Poesías completas. Madrid: Visor, 1999.
Eldridge, Richard. «Cavell on American philosophy and the idea of America».
En Stanley Cavell, coordinado
por Richard Eldridge, 172–189. Cambridge: Cambridge University
Press, 2003. https://doi.org/10.1017/CBO9780511613944.008.
Emerson, Ralph Waldo. «The American Scholar». En The Complete Essays
and Other Writings of Ralph Waldo Emerson, 67-84. Nueva York: Random House, The
Modern Library, 1950.
Emerson, Ralph Waldo. «Self-Reliance». En The Complete Essays and Other
Writings of Ralph Waldo Emerson, 145-169. Nueva York: Random House, The Modern
Library, 1950.
Emerson, Ralph Waldo. «Experience». En The
Complete Essays and Other Writings of Ralph Waldo Emerson, 342-364. Nueva York:
Random House, The Modern Library, 1950.
Emerson, Ralph Waldo. «Heroism». En The Complete Essays and Other
Writings of Ralph Waldo Emerson, 249-260. Nueva York: Random House, The Modern Library,
1950.
Fanon, Frantz. Los condenados de la tierra. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2018.
Frankl, Viktor. E. El hombre en busca de sentido.
Barcelona: Herder, 2004
Goldman, William. Adventures in the Screen Trade. A Personal View of Hollywood. Barcelona: Abacus, 1996.
Juarroz, Roberto. Poesía vertical (antología). Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 1993.
Lastra, Antonio. «Emerson y Thoreau. La domesticación de la escritura». Revista de filosofía, nº 22 (2001): 107-116.
Newman,
John Henry. «El saber como fin en sí mismo». En
Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria, 123-142. Pamplona: EUNSA, 1996.
Nietzsche, Friedrich. Ecce Homo. Cómo se llega a ser lo que se es. Madrid: Alianza Editorial, 2011.
Pessoa, Fernando. Páginas Íntimas e de Auto-Interpretação. Lisboa: Ática, 1966.
Safranski, Rüdiger. Kafka. Una vida alrededor de la literatura. Barcelona: Tusquets Editores, 2024.
Simic, Charles. Una mosca en la sopa. Madrid: Vaso Roto, 2010.
Simic, Charles. El flautista en el pozo. Ciudad de México: Ediciones Cal y Arena, 2011.
Schrader, Paul. Transcendental
Style in Film: Ozu, Bresson, Dreyer. Berkeley, CA: University of
California Press, 2018.
Steiner, George. Presencias
reales, Barcelona: Destino,
2007.
Thoreau, Henry David. Desobediencia civil y otros escritos. Madrid:
Tecnos, 1987.
Thoreau, Henry David. Walden.
La
vida en los bosques. Barcelona: Parsifal,
1989.
Walser, Robert. Microscripts.
Nueva York: New Directions, 2012.
Weil, Simone. La gravedad y la gracia. Madrid: Editorial Trotta, 2025.
Wittgenstein,
Ludwig. Investigaciones filosóficas. Barcelona: UNAM/Crítica,
1988.
Wittgenstein, Ludwig. Tractatus Logico-Philosophicus. Madrid: Alianza, 1999.
Contribución de los autores (Taxonomía CRediT): el
único autor fue responsable de la: 1.
Conceptualización, 2. Curación de
datos, 3. Análisis formal, 5. Investigación, 6. Metodología, 10. Supervisión, 12. Visualización, 13. Redacción - borrador original, 14. Redacción - revisión y edición.
Disponibilidad de datos: El conjunto de datos que
apoya los resultados de este estudio no se encuentra disponible.
Editor responsable José Antonio Saravia: jsaravia@correo.um.edu.uy
[1] Este trabajo forma parte de los siguientes proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España: «Looking at The World With New Eyes: Perspectives, Frames, and Philosophical Perspectivism» (Reference: PID2022-142120NB-100) y «Thomas S. Kuhn's Models of Scientific Change: Theoretical Problems and Empirical Challenges» (Reference: PID2022-14892NB-100).
[2] Quisiera
hacer público mi agradecimiento a las dos personas que evaluaron este trabajo
por su lectura tan atenta y por sus amables y pertinentes comentarios. He
procurado atender a todas sus recomendaciones, y no me cabe duda alguna de que
todas ellas han contribuido a mejorar significativamente mi escrito.
[3] L. Wittgenstein Tractatus Logico-Philosophicus (Madrid: Alianza, 1999), 11. Lo que aquí se menciona en relación con el Tractatus puede extenderse, en rigor, al conjunto de la obra de Wittgenstein. Su estilo filosófico se caracteriza por una exigencia extrema y una negativa deliberada a simplificar lo que considera problemático. No interpela al lector desde la autoridad, ni busca crear escuela, sino que exige de quien lo lee una transformación de su manera de pensar. Explorar esta orientación como forma de escritura (anti)heroica, más allá del Tractatus, queda pendiente para un futuro trabajo.
[4] W. Goldman, Adventures in the Screen Trade. A Personal View of Hollywood (Barcelona: Abacus, 1983). En otro lugar habría que considerar también el cine como una posible forma de escritura (anti)heroica. Algunas películas, particularmente aquellas que se inscriben en lo que Paul Schrader llamó «estilo trascendental» pueden ser concebidas como actos de resistencia estética y ética frente a los códigos dominantes del espectáculo. Véase Paul Schrader, Transcendental Style in Film: Ozu, Bresson, Dreyer (Berkely: University of California Press, 2018). En cineastas como Ozu, Bresson, Dreyer o Wenders, el cine no representa lo importante, sino que lo hace evidente y lo modela como posibilidad de sentido. En lugar de reforzar convenciones, estas obras crean un espacio para lo ordinario invisible y nos invitan a renovar nuestra mirada. Situadas lejos de la lógica industrial del entretenimiento, estas películas invierten en una mirada que no busca tanto agradar como afinar nuestra sensibilidad hacia aquello que normalmente no vemos, básicamente, porque no le prestamos la debida atención.
[5] La crítica aquí no se dirige a la especialización como forma de rigor y acumulación de saber, que resulta indispensable para ciertos avances en el conocimiento, sino a su forma más empobrecedora, concretamente la que imposibilita el diálogo interdisciplinar, limita la creatividad filosófica y convierte el pensamiento en gestión de nichos especializados. La escritura (anti)heroica no rechaza la profundidad, pero sí la segmentación que vuelve invisible el sentido general de lo que se piensa. En este sentido, y de manera paradójica, nuestras Universidades son responsables de fomentar este tipo de especialización dejando de lado el ideal universitario de la unidad de saber y renunciando a un tipo de educación liberal que tiene como objetivo crear lo que John Henry Newman denominó «hábito filosófico»: «El estudiante se beneficia de una tradición intelectual, que es independiente de profesores individuales y que le guía en la elección de sus asignaturas, e interpreta adecuadamente para él las que elige. Aprehende las grandes líneas del saber, los principios en los que descansa, las proporciones de sus diversas partes, sus luces y sombras, sus grandes y sus pequeños puntos, como de otro modo no lo aprehendería. Por eso se llama liberal a esta educación. Se forma con ella un hábito de la mente que dura toda la vida, y cuyas características son libertad, sentido de la justicia, serenidad, moderación y sabiduría. Es en suma lo que en un discurso anterior me he atrevido a denominar hábito filosófico. Esto es lo que considero el fruto singular de la educación suministrada en la Universidad, en contraste con otros lugares o modos de enseñanza». J. H. Newman, «El saber como fin en sí mismo», en Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria (Pamplona: EUNSA, 1996), 125. Agradezco a una de las personas que evaluó el artículo que llamara mi atención sobre la pertinencia de esta cita en este punto.
[6] R. W. Emerson, «Self-Reliance». En The Complete Essays and Other Writings of Ralph Waldo Emerson, (Nueva York: Random House, The Modern Library, 1950), 149. Aquí debe ser tenido en cuenta que en la primera mención que hace Emerson de «capricho» (Whim) no implica frivolidad, sino fidelidad a una intuición no negociada. Por fortuna existen varias traducciones de los ensayos de Emerson, unas mejores que otras, pero todas ellas de un valor inestimable. Sin embargo, aquí he optado por consultar directamente la edición de los Ensayos completos y otras ediciones de la «Library of America». Todas las traducciones, por lo tanto, son mías y cito por la edición original.
[7] Emerson,
«Self-Reliance», 148.
[8] A lo largo del texto me referiré a «lo importante». No lo entiendo aquí como una noción trascendental o universal, sino como aquello que, en una situación concreta de lectura o escritura, se impone como digno de atención, no necesariamente por su novedad ni por su valor institucional, sino por su capacidad de reordenar nuestras prioridades, de interrumpir automatismos o de plantear preguntas que rehúyen una respuesta prefabricada. «Importa» lo que no puede ser tratado como irrelevante sin que eso implique un empobrecimiento de la experiencia o del pensamiento.
[9] Existen también formas de lo que podría llamarse escritura heroica, en un sentido más afirmativo o épico, como por ejemplo los discursos políticos o ensayísticos que convocan a la acción y al coraje; escrituras revolucionarias y emancipadoras, como la de Frantz Fanon en Los condenados de la tierra (Ciudad de México: Fondo de cultura económica, 2018), en las que se asume una voz activa y redentora frente a la historia; narrativas de sentido fuerte, como algunos ensayos teológicos o científicos que prometen conducir al lector hacia una verdad salvadora; y también ciertas autobiografías de resiliencia, donde el narrador deviene héroe de sí mismo —desde Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido (Barcelona: Herder, 2004) hasta algunos bestsellers contemporáneos de autoayuda con pretensiones literarias—. Pero nada de esto es de lo que queremos hablar aquí.
[10] En este
punto se hace necesaria una aclaración. Mi uso de la palabra «domesticación»
tiene una connotación claramente negativa, algo así como un encorsetamiento del
pensamiento, o peor, una suerte de doloroso ajuste procusteano
(por Procusto, el personaje de la mitología griega
que regentaba una posada y que, según fuera necesario, amputaba o descoyuntaba
a sus clientes según fuera necesario para ajustar su altura a la medida de las
camas). Pero dado que estoy apelando a Emerson como mi principal aval, haría
mal ignorando que para el pensador de Concord, la idea
de una «domesticación de la cultura», entendida como un proceso gradual de
asimilación y adaptación de las ideas y valores culturales a las necesidades y
realidades de la vida cotidiana, no era necesariamente algo negativo. Véase R.
W. Emerson, «The American Scholar»,
en The Complete Essays
and Other Writings of Ralph
Waldo Emerson, (Nueva York: Random House, The Modern Library, 1950); agradezco nuevamente a uno de
los evaluadores sus observaciones a este respecto. Ahora bien, para Emerson
esto quiere decir que la cultura es dinámica y no estática ni predefinida, sino
que está en constante evolución y transformación; que remite a una clase de
individuos no conformistas sino (anti)heróicos, en el
sentido defendido en este trabajo, unos individuos que asimilen crítica y
creativamente la cultura. Véase A. Lastra, «Emerson y
Thoreau. La domesticación de la escritura», Revista de filosofía, nº 22,
(2001): 107-116.
[11] A este respecto, el ya citado Emerson, dijo lo siguiente: «En toda obra de genio reconocemos nuestros propios pensamientos rechazados, que vuelven a nosotros con cierta majestad alienada». Emerson, «Self-Reliance», 145.
[12] La
noción de «reconocimiento» (acknowledgment) es
clave en el pensamiento de Cavell desde su primer
libro, S. Cavell, ¿Debemos
querer lo que decimos?, (Zaragoza: Prensas de la
Universidad de Zaragoza, 2018). Véanse especialmente los capítulos 9 («Conocimiento y
reconocimiento») y 10 («La evitación del amor. Una lectura del Rey Lear»).
[13] F. Pessoa, Páginas Íntimas e de Auto-Interpretação. (Lisboa: Ática, 1966), 227. Cabe recordar aquí los ecos de un par de pasajes célebres de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, en las que se afirma que «[v]erdadero y falso es lo que los hombres dicen; y los hombres concuerdan en el lenguaje. Esta no es una concordancia de opiniones, sino de forma de vida». L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, (Barcelona: Crítica, 1998), §241; y «[a] la comprensión por medio del lenguaje pertenece no solo una concordancia en las definiciones, sino también […] una concordancia en los juicios. Esto parece abolir la lógica; pero no lo hace» Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, §242. Estas observaciones no solo cuestionan el ideal de una comprensión puramente conceptual, sino que vinculan el sentido mismo del lenguaje con una práctica compartida que es anterior a toda interpretación explícita.
[14] R. W. Emerson, «Experience», en The Complete Essays and Other Writings of Ralph Waldo Emerson, (Nueva York: Random House, The Modern Library, 1950), 350.
[15] H. D. Thoreau, Desobediencia Civil y otros textos (Madrid:
Tecnos, 1987), 42-43.
[16] S. Weil, La
gravedad y la gracia, (Madrid: Trotta,
2025), 176.
[17] Mi
exposición hasta este momento puede haber dado a entender que una visión
negativa de la trascendencia es algo así como una condición de posibilidad de
la escritura (anti)heroica. Y en cierto sentido es así, aunque no del todo. Mi intuición a este respeto es simplemente que
la escritura que aquí estoy calificando como (anti)heroica no remite a ninguna
forma de trascendencia en sentido fuerte, ya sea metafísica o religiosa. El
objetivo que persigo con ello es dejar claro que en ningún momento se habla,
por así decirlo, de una teología del lenguaje, sino de una ética de la
escritura. Este tipo de escritura, por tanto, no presupone la existencia de una
instancia exterior o superior que funde el sentido del lenguaje, ni se orienta
a una redención individual o colectiva. Su carácter (anti)heroico consiste, más
bien, en mantener una forma de atención que no se apoya en promesas de plenitud
ni en visiones trascendentes del mundo. En este sentido, puede decirse que
despierta conciencias aunque no porque remita a un más allá del lenguaje o de
la experiencia, sino porque obliga a reconsiderar lo que se da por supuesto, lo
que tenemos más a la mano y, sin embargo, por distintas razones, pero
principalmente por falta de interés o por hábito, ha quedado fuera del foco o
se ha visto neutralizado. Se trata, por tanto, de una forma de interpelación
que opera en el plano de lo inmanente y que no busca compensaciones
trascendentales en el sentido apuntado. Más abajo trataré de completar esta intuición.
[18] R. W. Emerson, «Heroism», en The Complete Essays and Other Writings of Ralph Waldo Emerson, (Nueva York: Random House, The Modern Library, 1950), 181.
[19] Emerson, «Heroism», 185.
[20] Emerson, «Heroism», 182.
[21] F. Nietzsche,
Ecce Homo. Cómo se
llega a ser lo que se es (Madrid: Alianza Editorial, 2011), 122.
[22] S. Cavell, Los sentidos de Walden (Valencia: Pre-Textos, 2011),
27.
[23] H. D. Thoreau, Walden.
La vida en los bosques (Barcelona: Parsifal, 1989), 96.
[24] Cavell, Los sentidos de Walden, 36.
[25] Ezequiel 3, 4-7, citado por Cavell, Los sentidos de Walden,
43.
[26] Cavell, Los sentidos de Walden, 56.
[27] Cavell, Los sentidos de Walden, 58.
[28] Cavell, Los sentidos de Walden, 61.
[29] Cavell, Los sentidos de Walden, 46.
[30] Cavell, Los sentidos de Walden, 46.
[31] Cabe señalar que, más allá de su lectura de Walden, Cavell ha dejado esbozadas otras aproximaciones a formas de escritura que podrían también calificarse, en este marco, de (anti)heroicas. En particular, los capítulos 8 y 19 de Here and There (S. Cavell, Here and There. Places for Philosophy. Cambridge: Harvard University Press, 2022) ofrecen dos pasajes que, aunque breves y puntuales, pueden ser leídos en esa clave. En el capítulo 8, «Remains to Be Seen», Cavell se aproxima al Proyecto de los Pasajes de Walter Benjamin desde una perspectiva que reconoce en su montaje fragmentario una forma de pensamiento crítica, melancólica y no sistemática, en la que el trabajo de escritura resiste la tentación de convertirse en una suerte de clausura conceptual. Lejos de organizar su obra como una narración o una teoría unificadora, Benjamin la presenta, en palabras de Cavell, como una producción sin producto, una colección de fragmentos cuya estructura misma impide cualquier lectura edificante o cerrada (Cavell, Here and There, 134). Esta forma de escritura desplaza la responsabilidad interpretativa hacia el lector, al que se le exige no solo desciframiento, sino participación en la configuración de sentido. En el capítulo 19, «Reflections on Wallace Stevens at Mount Holyoke», Cavell interpreta el hermetismo poético de Stevens como una forma de fidelidad a la dificultad misma de decir lo que importa y nunca como evasión. Lejos de eludir la oscuridad, Stevens hace «inexorablemente evidente la dificultad inicial de preservar, digamos, nuestra integridad» (our intactness), y reclama del lector una disposición a «reconocer y acompañar tanto nuestras posibilidades como nuestras oscuridades» (Cavell, Here and There, 224). La poesía de Stevens, tal como Cavell la presenta, se resiste a volverse transparente o afirmativa; insiste en su derecho a no explicar, a no persuadir, a mantenerse en la tensión entre el lenguaje y lo real. Ambas figuras, Benjamin y Stevens, ofrecen, desde lugares distintos, ejemplos de escrituras que no buscan legitimarse por la claridad ni por la eficacia comunicativa, sino que exigen del lector un tipo de reconocimiento que carece de alguna clase de garantías, y en el que la exigencia de sentido es inseparable de una cierta forma de riesgo.
[32] Emerson, «Self-Reliance», 161.
[33] R. Walser, Microscripts (Nueva York: New Directions, 2012), 142.
[34] E. Dickinson, Poesías completas (Madrid: Visor, 1999), 337.
[35] R. Safranski, Kafka. Una vida alrededor de la
literatura (Barcelona: Tusquets, 2024),
9.
[36] T. W: Adorno, Minima
moralia. Reflexiones desde la vida dañada
(Madrid: Akal, 2008), fragmento 110.
[37] M. Blanchot, El espacio literario (Barcelona: Paidos, 1992), 24. En este punto me gustaría retomar la discusión comenzada arriba, en la nota 17 sobre la trascendencia y las condiciones de posibilidad de la escritura (anti)heroica, pues, al contrario de lo defendido en este trabajo, un autor como George Steiner, en su reflexión sobre los límites del lenguaje en Presencias reales, caracteriza al lenguaje, igual que he hecho aquí, como un sistema abierto; pero su principal razón para ello es que la capacidad de significar del lenguaje no se explica desde dentro del mismo, sino que, para Steiner, todo acto de comprensión, interpretación y creación en el lenguaje implica una presunción de alguna presencia real, esto es, la creencia tácita en que algo, ya sea un sentido, una verdad o una intención, reside realmente en el texto, en una obra de arte o simplemente en la palabra que ha sido pronunciada. No se trata solo de una convención funcional ni de un juego autónomo de signos, sino de un acto que invoca una trascendencia. G. Steiner, Presencias reales (Barcelona: Destino, 2007), parte III passim. En cualquier caso, me gustaría decir que estos dos extremos se tocan, al menos en que en ambos casos el lenguaje roza o presupone lo inefable, aquello que está más allá de la prueba o de la mera función comunicativa. La diferencia, una vez más, se encuentra en que lo inefable que persigue la escritura (anti)heroica es lo ordinario olvidado, ignorado o enterrado bajo la montaña del hábito y el conformismo; mientras que, en el caso de Steiner, lo inefable es trascendental.
[38] C. Simic, El flautista en el pozo (Ciudad de México: Ediciones
Cal y Arena, 2011), 14.
[39] Simic,
Una mosca en la sopa, (Madrid: Vaso Roto, 2010), capítulo 23.
[40] Simic,
El flautista en el pozo, 9.
[41] Simic,
El flautista en el pozo, 10.
[42] Simic,
El flautista en el pozo, 14.
[43] R. Juarroz, Poesía vertical (antología) (Buenos Aires: Adriana
Hidalgo 1994), 7.