Revista
de Derecho. Año XXIV (Diciembre 2025), Nº 48, e482
https://doi.org/10.47274/DERUM/48.2
ISSN: 1510-5172 (papel) – ISSN: 2301-1610 (en línea)
Universidad
de Montevideo, Uruguay - Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo
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https://doi.org/10.47274/DERUM/48.2
Doctrina
Flavia Figueredo
Universidad de
Montevideo, Uruguay
ffigueredo@der-aduanero.com.uy.
ORCID
iD: https://orcid.org/0000-0003-2443-3030
Recibido: 05/05/2025 -
Aceptado: 10/07/2025
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citar este artículo / To reference this article / Para citar este
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Figueredo,
F. (2025). Garantías de los derechos de los administrados frente a la
administración aduanera y de justicia. Revista de Derecho, 24(48),
e482. https://doi.org/10.47274/DERUM/48.2
Garantías de los derechos de los
administrados frente a la administración aduanera y de justicia
Resumen: El presente trabajo tiene por objeto exponer cuáles
son, a mi entender, las verdaderas garantías para los derechos de los
administrados tanto frente a la Administración Aduanera, como la de Justicia.
Expondré para ello sobre diversos principios básicos que rigen la actividad de
las mencionadas administraciones y la actuación de los funcionarios públicos.
Todo ello, con la convicción de que la garantía de los derechos de los
administrados, se logra a través del cumplimiento por parte de los funcionarios
públicos de sus deberes más básicos y de los principios sustanciales del
derecho, así como el combate consciente de los sesgos de pensamiento.
Palabras clave: sesgos; inocencia; ética; legalidad objetiva; imparcialidad;
tutela administrativa y jurisdiccional efectiva.
Guarantees
of rights of the persons subject to Customs Authority and Justice
Administration
Abstract:
The purpose of this paper is to explain what I understand to be the true
guarantees for the rights of citizens before both the Customs and Justice
Administration Authorities. To this end, I will expose various basic principles
that govern the activities of such public authorities and the actions of public
officials. All of this, with the conviction that safeguarding citizens' rights
is achieved through the public officials' compliance with their most basic
duties and the substantive principles of law, as well as the conscious
combating of thought biases.
Keywords:
Biases. Innocence. Ethics. Objective Legality. Impartiality. Effective
Administrative and Jurisdictional Protection.
Garantias
dos direitos dos administrados frente à administração aduaneira e à justiça
Resumo: O presente trabalho tem
como objetivo expor quais são, na minha opinião,
as verdadeiras garantias
dos direitos dos administrados tanto frente a Administração Aduaneira como frente
a Justiça. Para isso, abordarei diversos princípios
básicos que regem a atividade
das referidas administrações e a atuação
dos funcionários públicos. Tudo
isso com a convicção de que a garantia
dos direitos dos administrados é alcançada
através do cumprimento, por
parte dos funcionários públicos, de seus deveres mais
básicos e dos princípios
substantivos do direito, bem
como do combate consciente aos preconceitos.
Palavras chave: Preconceitos; Inocência; Ética; Legalidade
objetiva; Imparcialidade; Tutela administrativa e jurisdicional eficaz.
"Un
hombre hace lo que debe, a pesar
de las consecuencias personales,
a pesar de los obstáculos, peligros y presiones,
y eso es la base de la moral humana".
Winston Churchill
I. Introducción
En
agosto de 2024, expuse sobre este tema en la XI Jornada Académica de Derecho
Aduanero, y desde entonces he continuado reflexionando sobre el mismo, con la
idea de compartir unas breves consideraciones escritas, que aquí vengo a
ofrecer.
Ello,
con la ilusión de promover y acompañar una renovada corriente de reflexión
sobre una temática que en absoluto es novedosa, pero cuya permanente consideración
entiendo resulta ineludible.
Estamos
ante un tema siempre vigente, y de particular importancia, en relación al Derecho
Sancionatorio, aunque no ingresaré en esta instancia al desarrollo del Derecho
Sancionatorio en materia aduanera, que es mi materia de especialidad, ya que
pretendo abordar consideraciones más generales, sin perjuicio de algunas
alusiones que realizaré a lo largo de este trabajo.[1]
Mucho
se ha escrito sobre el desbalance entre la Administración y los Administrados, desbalance
que tiene sus fundamentos en los poderes necesarios para mantener en
funcionamiento al Estado, pero que debe tener como correlato el sistema de
derechos y garantías de estos últimos.
En
este punto, cabe acudir a lo puntualizado por Cajarville el sentido de que:
… el concepto de ‘garantías’
tienen sustancia jurídica, pero valor instrumental: las garantías se definen
por su instrumentalidad. Frente a las situaciones jurídicas sustanciales, que
valen por sí mismas, las garantías valen porque sirven para asegurar aquellas
situaciones sustanciales. La instrumentalidad de las garantías consiste, o bien
en evitar que las situaciones sustanciales sean lesionadas, o bien en remediar
una situación sustancial que efectivamente ha sido desconocida o lesionada. De
manera que las garantías tienen un valor reflejo, no valen por sí mismas, valen
por lo que aseguran; y como tales, sin contingentes, variables, sustituibles (Cajarville,
2007, p.144).
Sin ser
especialista en Derecho Administrativo ni Constitucional, y naturalmente sin
presumir en absoluto de serlo, reflexionando sobre ciertas decisiones que hacen
a la materia aduanera y que se replican en otras materias, entiendo ineludible compartir
lo que hoy entiendo constituye la garantía fundamental de los derechos de los administrados
frente a la Administración Aduanera (y en general, frente a la Administración
Pública) y de Justicia.
Ello
es ni más ni menos que la observancia y plena conciencia por parte de la
Administración Pública y de Justicia, de los principios y deberes que aquí
desarrollaremos.
Y es
así en tanto, desde que el Derecho es –al día de hoy– aplicado por seres
humanos, la garantía de su efectiva aplicación, serán sus aplicadores.
Me
propongo aquí reflexionar sobre la conciencia y el respeto al principio de
Inocencia, y la estricta sujeción –debida no sólo por parte de la Administración,
sino también por la Justicia–, a los principios de Legalidad, Legalidad Objetiva
e Imparcialidad respectivamente, así como los de Tutela Jurisdiccional y
Administrativa efectivas. Y ello, despojado de todo y cualquier sesgo, es lo
que constituye la verdadera garantía de los Derechos de los Administrados.
Referiré
a los sesgos y prejuicios, en tanto, sin la conciencia de que la actividad
humana, en tanto tal, se nutre no sólo de experiencias vividas, sino también de
“atajos” en el razonamiento y por tanto, sin un esfuerzo activo y racional por
combatirlos y por motivar razonadamente y en el marco del derecho aplicable las
resoluciones –tanto administrativas como judiciales– es posible (y como posible
que es, sucede en el mundo de la realidad) que los principios que aquí
desarrollamos, y las garantías de los administrados resulten negadas.
Hoy, de la mano de prestigiosos autores, y nuevamente, sin pretender innovar en una temática sumamente desarrollada –pero en la que a mi juicio no se reflexiona lo suficiente en la actividad diaria, y por tanto no es objeto de acciones concretas– pretendo motivar a la reflexión, sobre la necesidad de revisar las conductas y los patrones de pensamiento (que devienen en patrones de acción).
Unos
patrones que sencillamente es necesario desterrar, en aras de la protección de
nuestro Estado de Derecho y del adecuado cumplimiento de los deberes, como modo
de que la nueva realidad sea la garantía de los derechos de los administrados por la Administración Pública y la
Justicia.
Huelga
decir que la tutela que se promueve, no implica que invariablemente se otorgue
sin más la razón a los particulares o se los exima de sanción, sino que,
simplemente existan sanciones o condenas, cuando el derecho objetivo (que debe
ser correcta e imparcialmente interpretado, conforme a las reglas correspondientes)
así lo disponga, y se hayan verificado efectivamente los presupuestos fácticos
que determinen las consecuencias desfavorables que el ordenamiento jurídico
prevea. Y ello sin sesgos, sin prejuicios, sin tendencias, que conlleven el
desconocimiento de los preceptos normativos ni de los principios que informan
nuestro ordenamiento.
II.
Los
sesgos. Cómo decidimos. Los procesos de pensamiento.
El Dr.
López Rosetti, especialista en clínica médica y Cardiólogo, en su libro Equilibrio
(cuya lectura recomiendo particularmente, como punto de partida de ese
“autoanálisis” que propongo y que todos deberíamos realizar), explica desde un
punto de vista científico cómo pensamos, sentimos y decidimos. En dicha obra,
entre muchos otros temas que la hacen valiosa, analiza los dos tipos de
pensamiento y el modo en que deciden (López Rosetti, 2019, pp. 269-285).
Así, y
siguiendo a Daniel Kahneman, explica, desde la cognición, la forma en que
abordamos el conocimiento del mundo a través de un modo de pensamiento “rápido”
y de otro modo de pensamiento “lento”.
Indica
el profesional que el modo de pensamiento “rápido”, es al que acudimos de
manera continua y rutinaria, el que nos permite tomar continuas decisiones. Su
mecánica de funcionamiento es espontánea, automática, subconsciente, emocional,
sin sensación de control voluntario y fundamentalmente rápido. Este modo de
pensamiento es sumamente económico, y no requiere prácticamente ningún
esfuerzo.
Por su
parte, el sistema de pensamiento “lento”, es el pensamiento racional y lógico,
sobre el cual tenemos control voluntario. Es el modo al cual acudimos cuando
nos detenemos y prestamos atención sobre un problema particular, reflexionamos
acabadamente sobre algo, comparamos conscientemente, acudimos al razonamiento
ordenado y sistemático, en definitiva, cuando pensamos racionalmente. Este
sistema requiere tiempo en el proceso de pensamiento, mayor energía y esfuerzo.
Ante
la presencia de cualquier circunstancia en la cual debamos formular un juicio o
tomar una decisión, sobre todo si tenemos poca información, el sistema rápido
va a acudir a “atajos” mentales para adoptar una decisión. Lo cierto, es que
esta forma de decidir está influida por los Sesgos. López Rosetti analiza
varios, pero me interesa aquí detenerme en uno: el sesgo de confirmación, por la claridad con la que el mismo puede
apreciarse en algunos pronunciamientos.
Señala
el autor:
Se trata de la condición en la
cual la persona presta atención, selecciona y aprueba de modo selectivo toda la
información que confirma sus propios pensamientos o hipótesis, dejando de lado
y aun desmereciendo la información, alternativas, opiniones o pensamientos
diferentes ... incluso realiza una fuerte selección de los medios de
información, … que avalen su propio criterio y pensamiento (López Rosetti,
2019, pp. 277-278).
En
palabras de Nieva-Fenoll:
… el heurístico de anclaje y ajuste provoca una batería de
sesgos de lo más entretenidos, pues todos son muy fácilmente identificables. El
más evidente es el “sesgo de confirmación”, que lleva al sujeto a creer que
informaciones contrarias a su opinión inicial, en realidad la confirman,
esforzándose el sujeto en ese ajuste de las informaciones contradictorias.
(Nieva-Fenoll, 2025, p. 390)
Es por
ello que, en la vida cotidiana, es menester tener clara esta distinción y
reconocer las situaciones que requieren ineludiblemente de la aplicación del
tipo de pensamiento “lento”, más trabajoso y menos eficiente sin dudas, pero
que minimiza las posibilidades de error y de injusticia.
Couture,
en su segundo mandamiento (de los Mandamientos del Abogado) nos indica “PIENSA. El Derecho se aprende estudiando,
pero se ejerce pensando.” En
su desarrollo del concepto, recoge lo que hemos venido indicando, en el sentido
de que el pensar del abogado, no es pensamiento puro, ya que el derecho no es
lógica pura; su pensar es, al mismo tiempo, inteligencia, intuición,
sensibilidad y acción. Así, el autor confirma la complejidad de nuestro
pensamiento (aún el pensamiento lento); y así nos trae nuevamente la reflexión
sobre el modo en que los casos, y particularmente los que involucran la
aplicación de sanciones a los administrados deben abordarse desde el punto de
vista cognitivo, por los responsables de analizar y tomar las decisiones
(Couture, 1999, pp. 27-29).
¿Porque
traemos a colación este tema? Pues porque si en el marco de un proceso
administrativo o judicial, no se incluye un adecuado análisis racional de la
situación, o en asuntos que se repiten meramente se reiteran conclusiones previas,
los sesgos y prejuicios toman el control.
De
este modo, las instancias de defensa del administrado/indagado, se convierten en
una garantía meramente formal que, por ser tal, se niega como verdadera garantía.
Así, el mero hecho de “conferir vista”, no constituye una garantía, del mismo
modo que no lo es el “oír” una declaración en una indagatoria, o brindar la
oportunidad procesal de contestar una acusación fiscal, si no se reciben con apertura,
se “escuchan”, y se atienden debidamente los argumentos, en cuanto corresponda,
sin prejuicios.
Veremos
aquí que la adecuada aplicación del derecho, requiere un profundo análisis del
aplicador, al cual está por otra parte obligado, de
los hechos presentados y el derecho aplicable y que, indudablemente, como parte
del Derecho aplicable, se encuentran los principios particulares de cada
disciplina, los que rigen la actividad de los funcionarios públicos e,
indudablemente, los principios generales del derecho.
Como
bien señala Soba, en análisis de la valoración de la prueba en vía
jurisdiccional; pero con consideraciones trasladables a toda la actividad
judicial y también de la administración pública:
Tan cercanos son el sesgo y el error que en el ámbito de la
estadística se lo conceptualiza como el error sistemático en el que se puede
incurrir cuando al hacer muestreos o ensayos se seleccionan o favorecen unas
respuestas frente a otras … (Soba Bracesco, 2024,
p.39).
Y
continúa ilustrando el punto, en cita del reporte conocido como “Informe al Presidente” (de los Estados Unidos de América), elaborado
por el Consejo de Asesores del Presidente en Ciencia y Tecnología, en el cual
se definen a los sesgos de la siguiente forma:
(…) son los modos en
que las percepciones y juicios humanos pueden alterarse por factores distintos
a los relevantes para la decisión que se ha de tomar en un momento dado.
Incluye el ‘sesgo de contexto’ por el que los individuos se ven influenciados
por información de contexto irrelevante; el ‘sesgo de confirmación’ por el que
los individuos interpretan información, o buscan nueva evidencia, de modo tal
que se adecúe a las creencias o asunciones preexistentes; y ‘evitar la
disonancia cognitiva’ por la que los individuos son reacios a aceptar nueva
información que sea inconsistente con sus primeras conclusiones. (Soba Bracesco, 2024, p.39)
Tan
relevante, presente y actual es el tema de los “sesgos”, que en reciente nota
del semanario Búsqueda, la Directora del Centro de
Estudios Judiciales del Uruguay (CEJU), Dra. Verónica Scavone,
se ha expresado al respecto.
Informando
que se ha incorporado a la formación judicial un curso denominado “La
valoración de la prueba en el proceso jurisdiccional. Los desafíos frente a los
estereotipos, prejuicios y sesgos”, la Dra. Scavone fundamenta
esta orientación indicando “Los jueces vivimos en una sociedad, estamos
insertos y tenemos un conjunto de creencias”, pero “es necesario
desenmascararlas” para que los “sesgos y prejuicios no condicionen” al emitir
el fallo, para “dejarlos de lado” al momento de resolver en un proceso. Agrega
la profesional que esto es de suma importancia, ya que se vincula con la
imparcialidad y las sentencias (Scavone, 2025).
Estas
afirmaciones, que por su fuente refieren exclusivamente a los Jueces, son
plenamente trasladables a la Administración, cuando debe adoptar decisiones en
los procesos que sustancia[2].
Y tan trasladables son, que sería bueno que nuestra Administración Pública
realizara ese proceso de revisión, pues en tanto decisor, y muchas veces “juez
y parte”, se debe, y debe a la sociedad a la que sirve, el obrar con
ecuanimidad y garantizar todos y cada uno de los derechos de los particulares.
Para
fundar el enfoque de hoy, y sin perjuicio de que es el cumplimiento del
conjunto de deberes de la Administración Pública (en toda su extensión), lo que
constituye la verdadera garantía de los Administrados frente a la
Administración y la Justicia, he decidido abordar los principios de Inocencia,
Legalidad Objetiva, Imparcialidad y Tutela Jurisdiccional y Administrativa Efectiva.
Ello, por considerar que los mismos, bien aplicados, colocan en eje la
actividad de la Administración y de la Justicia, y terminan erigiéndose en los
pilares de la garantía de los Administrados frente a las mismas.
Así,
por la vía de enfatizar los deberes de los aplicadores del Derecho, que
entendemos especialmente interpelados por estos principios, con los claros
textos de las normas que imponen el actuar debido, y de la mano de la doctrina
y la neurociencia, es que concluyo que, del resultado de esa interpelación, que
debe traducirse en una introspección de los servidores públicos con base a las
reglas de la ciencia, y también de acuerdo a la conciencia, depende la garantía
sustancial de los derechos de los Administrados.
III. Los principios
i.
Introducción
general
Indica
Carlos Delpiazzo (2024, p. 37) que, a esta altura del desarrollo del Derecho
Administrativo (y podríamos agregar, del Derecho en general), resulta
innecesario abundar en la importancia de los principios generales del Derecho.
Empero,
una y otra vez, nos preguntamos ¿es innecesario o es más necesario que nunca
volver a ello para tenerlo presente? Y como nuestra respuesta es siempre
afirmativa, si se repasan nuestros trabajos doctrinarios, siempre volvemos a la
cuestión de los principios.
Tal
como señala Gabriel Delpiazzo:
Los principios generales del Derecho son … la atmósfera en
que se desarrolla la vida jurídica, el oxígeno que respiran las normas y que
penetra por tanto en su interpretación como su propia aplicación, que han de
ajustarse necesariamente a ellos; lo cual explica que tales principios informen
las normas y que la Administración esté sometida no solo a la ley, sino también
al Derecho, y si tales principios inspiran la norma habitante que atribuye una
potestad a la Administración, esa potestad ha de actuarse conforme a las
exigencias de los principios. (Delpiazzo, 2009, p. 21)
No
parece nunca suficiente el énfasis que podamos hacer en los principios
generales del derecho y particulares de la actividad administrativa, por
cuanto, en la actividad diaria de la Administración, los mismos resultan
difuminados por el cúmulo de normas que regulan la actividad de los
particulares y de la propia Administración, y que impiden ver el “bosque”,
siendo éste el sistema jurídico todo, con base en los principios generales, que
son los que deben informar la actividad de la Administración Pública y que,
como hemos visto, constituyen regla de derecho en nuestro país, tal como emerge
con total claridad de los artículos 72 y 332 de nuestra Constitución Nacional.[3]
En
sentido de la necesidad de énfasis, como señala Carlos Delpiazzo, el artículo
40, literal c) del Código Contencioso Administrativo - Ley 20.333 de 11/9/2024
(en adelante, el “CCA”) en
disposición reiterativa de normas previas, los considera expresamente “regla de
Derecho”, en los términos del artículo 309 de la Constitución[4]
y por tanto, sus violaciones, serán procesables ante
los Juzgados de los Contencioso Administrativo y el Tribunal de lo Contencioso
Administrativo[5].
En
palabras del autor:
… cabe entender por principios generales de Derecho
aquellos ‘soportes primarios estructurales del sistema entero del ordenamiento
jurídico’ que participan de lo que Maurice Hauriou llamó la ‘supralegalidad constitucional’ para poner de manifiesto su
máxima jerarquía como fuente formal, directa y primaria, aunque no escrita, del
Derecho Administrativo.
Si bien los principios no se presentan habitualmente con la
estructura típica de una regla de Derecho, ninguna duda puede existir acerca de
que revisten el carácter de tal, no sólo por el reconocimiento positivo que
viene de señalarse sino porque sería ontológicamente absurdo y lógicamente
contradictorio que siendo principios generales sólo se apliquen si no hay
texto, sino que los textos deben estar de acuerdo a los principios y los
principios de acuerdo a la naturaleza de las cosas.
En
el sentido de lo que indicábamos previamente, termina diciendo el autor:
Aun cuando los principios generales no requieren de su
incorporación al Derecho positivo porque valen en sí mismos, es valor entendido
que su reconocimiento –ya que no consagración– por normas positivas tiene un
valor pedagógico indudable en orden de su aplicación práctica (Delpiazzo, 2024,
pp. 37-38).
Es
con esta afirmación práctica, que nos abocamos aquí a desarrollar principios
que entendemos fundamentales, y las normas que en esa función “pedagógica”,
señalada por el referido autor, garantizan su observancia y tutela, y aún más,
tornan la misma, en deberes concretos para los funcionarios públicos y es así,
en tanto sin ello, no existe garantía de los derechos de los administrados.
Como
indica Durán Martínez (2007, pp. 133-134):
1. Esa legalidad presidida por los principios generales de
derecho que derivan de la persona humana, con sus derechos y deberes (porque no
hay que olvidar que de la naturaleza humana también surgen deberes en virtud de
su dimensión social y trascendente), determina el derecho administrativo, o sea
lo justo administrativo.
2. Esa justa distribución no configura una graciosa dádiva
paternalista, puesto que el hacer obras de caridad no es el fin del Estado …
3. Esa justa distribución responde a esos derechos
fundamentales, no es un regalo, sino algo debido al hombre, no al hombre
abstracto, sino al concreto, a todos, y a cada uno en particular.
4. Pero esa justa distribución responde también a la razón
de ser de la administración. La administración es parte del Estado o de la
correspondiente organización política de la sociedad … Así, como esa
organización tiene por fin el bien común, ese es también el fin de la administración
… El bien común es el medio necesario para el pleno desarrollo de la persona
humana en su triple dimensión, individual, social y trascendente. No coincide
por cierto con el bien del Estado y ni con el de la administración, pero ese
bien del Estado y el de la administración no pueden ser incompatibles con el
bien común, puesto que a él están finalizados.
ii. Principios y
deberes fundamentales de cuya observancia deriva en la garantía de los derechos
de los administrados
A. Inocencia:
Interesa
particularmente iniciar esta
revisión
con el principio de inocencia, en tanto su reconocimiento como punto de partida
es básico en todos los casos en que esté el juego el análisis de un presunto
incumplimiento por parte de los administrados. Ausente ello, existe tierra
fértil para lo contrario, esto es, la presunción de culpabilidad de todo aquél
señalado en primer lugar como presunto responsable de un incumplimiento o
infracción. Así, el tener presente este principio básico, permite abrir la
puerta para la consecución de los otros principios que aquí señalaremos, sin
perjuicio de los demás, cuya observancia constituye la garantía básica de los
derechos de los administrados.
El principio o estado de inocencia, ha sido estudiado
principalmente en materia penal, pero con consideraciones todas aplicables al
derecho sancionatorio en general.
Así,
podemos señalar su fuente constitucional –también ligada a los principios de Legalidad
y Debido Proceso, entre otros– en los artículos 7, 10 y 12 de la Constitución.[6]
Este principio,
constituye no sólo la base constitucional para otro principio también
fundamental, el de seguridad jurídica, sino como sustento mismo del Estado de Derecho.
En
este sentido, entendemos con Ferrajoli (1995, pp. 549 y 550) que:
Este principio fundamental de
civilidad es el fruto de una opción garantista a favor de la tutela de la
inmunidad de los inocentes, incluso al precio de la impunidad del algún culpable.
Al cuerpo social le basta que los culpables sean generalmente castigados … pero
es su mayor interés que todos los inocentes sin excepción estén protegidos. Es
ésta la opción en la que Montesquieu fundó el nexo entre libertad y seguridad
de los ciudadanos: ‘la libertad política consiste en la seguridad o al menos en
la convicción que se tiene de la propia seguridad’ y ‘dicha seguridad no se ve
nunca tan atacada como en las acusaciones públicas o privadas; de modo que
cuando inocencia de los ciudadanos no está asegurada, tampoco lo está su
libertad’. En consecuencia –si es verdad que los derechos de los ciudadanos
están amenazados no sólo por los delitos sino también por las penas
arbitrarias– la presunción de inocencia no es sólo una garantía de libertad y
de verdad, sino también una garantía de seguridad o si se quiere de defensa
social: de esa seguridad específica ofrecida por el estado de derecho y que se
expresa en la confianza de los ciudadanos en la justicia y de esa específica
defensa que se ofrece a éstos frente al arbitrio punitivo. … Cada vez que un
imputado inocente tiene razón para temer a un juez, quiere decir que éste se
halla fuera de la lógica del estado de derecho ….
En el
mismo sentido y analizando el régimen infraccional de
la República Argentina, Alais (2011, p. 107), ha
indicado:
… nadie puede ser condenado sin ser culpable, principio que
rige igualmente en materia tributaria, en donde la acción punible tiene que
estar atribuida tanto objetiva como subjetivamente. También se ha señalado,
sobre el particular, que se debe partir del estado de inocencia para poder
reprimir a quien resulte culpable. La base del Derecho penal liberal, que tiene
rango constitucional, es la presunción de inocencia.
Y más
adelante:
… el estado de duda para que juegue como causal absolutoria
tiene que ser razonable acerca de la comisión de la infracción, es decir,
depende de una pauta valorativa que se formará a partir de los elementos, pruebas
y circunstancias que se presentaron en el sumario acerca de la infracción o de
la actuación puntual del imputado.
La razonabilidad opera como una pauta valorativa dirigida
al juzgador, quien, en su fuero íntimo, con todos los elementos colectados, en
caso de que tenga dudas en orden a la responsabilidad del supuesto infractor
debe absolver conforme a la preeminencia e importancia que tiene el principio de
inocencia. (Alais, 2011, pp. 108-109).
En la
recta observancia de este principio, todo análisis jurídico de hechos,
orientado a determinar la presunta responsabilidad de un sujeto por una
conducta –que debe estar prestablecida en una norma de rango legal, con arreglo
al principio de legalidad– y la aplicabilidad de las consecuencias pertinentes,
en el grado en que correspondan (principio de proporcionalidad), debe partir de
un total ascetismo, sin preconceptos ni prejuicios hacia el o los sujetos cuya
conducta está en análisis. Si algún “sesgo” impregna dicho razonamiento, el
mismo no debería ser otro que, considerar al o los sujetos en cuestión como inocentes.
Sólo
el razonamiento más puro, y por ende no orientado en lo previo a culpabilizar,
podrá determinar la aplicación de las normas y procedimientos en vigencia, de
modo que constituyan una verdadera garantía del debido proceso para quienes
están sujetos al mismo.
B.
Legalidad
objetiva:
El segundo principio que entendemos de la mayor
importancia, en tanto recuerda a la Administración su razón de ser y, sin
dudas, que bien aplicado permite combatir la existencia de sesgos del
pensamiento, a la vez que la búsqueda del verdadero sentido de las normas que
en cada caso corresponde aplicar, es el de Legalidad Objetiva.
El profesor Rotondo, ha definido este principio como
la “Sumisión de la Administración al Derecho”. (Rotondo, 2009, pp. 21 y 22)
Así, ha indicado que:
Durante la época del estado
absoluto se llegó a dar una sumisión parcial al Derecho a través de la teoría
del Fisco, concebido como el ’sujeto del patrimonio estatal y de los derechos
económicos, que se consideraba como una persona al lado del Estado’ (Forsthoff). Ese ‘lado’ del Estado se regulaba por el
Derecho civil y podía ser responsabilizado ante la justicia, a diferencia de la
actuación dominada por el poder público que quedaba fuera del Derecho.
La referida teoría mantuvo
proyecciones durante el siglo XIX con la distinción entre actos de gestión y de
autoridad, la cual, en ocasiones, reaparece dadas las múltiples formas de
actuación del Estado contemporáneo.
La sumisión total de los actos
del Estado y de su administración al Derecho se hizo efectiva:
a) mediante la aplicación de la ley común (common law), en iguales condiciones que los particulares:
sistema inglés conocido como el de “rule of law”, el
cual ha tenido, sin embargo, un desarrollo hacia el siguiente sistema;
b) mediante la aplicación de una ley especial, el sistema del “régimen
administrativo”, caracterizado por establecer para el Estado prerrogativas
exorbitantes para que pueda cumplir sus cometidos de interés general y, a la
vez, encauzar el ejercicio del poder –formalmente y por su fin– reconociendo garantías
especiales para el administrado, las que hacen posible la responsabilidad del
estado y el control de la juridicidad de sus actos.
Como
también señala Rotondo en su obra, el Estado cumple diversas funciones
jurídicas, esto es, diversos modos jurídicos del ejercicio de sus cometidos. Así,
está desarrolla básicamente la función legislativa, la función jurisdiccional,
la función administrativa, por lo que todas ellas, resultan sujetas a la
normativa vigente.
En el
mismo sentido, Cajarville (2007, pp.
155 y 156), ha puntualizado que:
La Administración
existe para servir con objetividad los intereses generales con sometimiento
pleno al Derecho objetivo. Esa es su razón de ser, el fin que justifica su
existencia. Este principio rige por ello toda la actividad de la
Administración, y por supuesto también la instrumental en que consiste el
procedimiento administrativo …
Si la Administración debe servir el interés general, y para
ello se le confieren poderes y se le atribuyen cometidos cuyo cumplimiento es
un deber, entonces debe impulsar por sí los procedimientos necesarios para
ejercer esos poderes con sometimiento pleno al Derecho.
Rotondo
en su obra, analizando el principio de Legalidad Objetiva, que en ese momento
se encontraba consagrado en el artículo 2 del Decreto 500/991, que regula la
actuación de la Administración Pública, indicaba que el procedimiento
administrativo es objetivo ya que tiende a la protección del administrado y
también “a la defensa de la norma jurídica objetiva, con el fin de mantener el
imperio de la legalidad y justicia en el funcionamiento administrativo”; existiendo
interés público en su correcta sustanciación. (Rotondo, 2009, pp. 337 y 338)
Según Cajarville, el precepto contenido en el acápite
del artículo 2 del Decreto 500/991, proclama el principio de Legalidad Objetiva,
al decir que “La Administración
Pública debe servir con objetividad los interese generales con sometimiento
pleno al Derecho”.
Indica
el autor – vinculando el principio de Legalidad Objetiva al de Finalidad, que:
El principio de legalidad objetiva lleva implícito en sí
mismo el principio de finalidad. Además de la determinación del supuesto de
hecho y de la consecuencia jurídica, contenido de toda norma jurídica, aquéllas
que refieren a la actuación de la Administración señalan el fin a que su
actividad debe tender. Ese fin debido puede estar explícitamente establecido en
las normas en cuestión, pero con más frecuencia aparecerá sólo implícitamente;
en todo caso, la delimitación del fin debido es una cuestión de interpretación
o integración de la norma de competencia … siendo así, la actuación en pos del
fin debido y la idoneidad (cuali y cuantitativa) de
lo dispuesto para lograrlo, son aspectos de la adecuación de la acción
administrativa, a la ‘regla de derecho’. (Cajarville, 2007, 188-190).
Actualmente,
el principio de Legalidad Objetiva, tiene consagración legal expresa, en el
artículo 4 del CCA, ubicado en el capítulo de “Normas generales”. Dicha norma,
que en cuanto nos interesa reproduce las disposiciones del Decreto 500/991,
reza:
(Principios rectores de la actuación administrativa).- Las Administraciones públicas procurarán en todos los
casos servir con objetividad al interés
general, con sometimiento pleno a la regla de Derecho y ajustando su actuación
a los siguientes principios, sin que la enumeración tenga carácter taxativo:
a) tutela administrativa efectiva; b) legalidad objetiva; c) impulsión de oficio; d) verdad
material; e) economía, celeridad y eficacia; f) informalismo en favor del administrado;
g) flexibilidad y ausencia de ritualismo; h) trascendencia; i) debido
procedimiento; j) duración razonable; k) imparcialidad; l) contradictorio
integral; m) buena fe; n) motivación de las decisiones; ñ) gratuidad; o)
interdicción de la arbitrariedad; p) transparencia; y q) razonabilidad.
Sobre este principio ha indicado Carlos Delpiazzo:
Este principio subraya y enfatiza el concepto de que todo
el accionar de la Administración debe estar sometido al respecto del
ordenamiento jurídico en su integralidad, tal como lo destaca el encabezamiento
… al enfatizar el deber de servir con objetividad a los intereses generales con
sometimiento pleno al Derecho; en ello radica su razón de ser y una de las
bases del Estado de Derecho.
Por imperio de la legalidad objetiva, se explica que el
procedimiento administrativo tenga carácter instructorio
(en el sentido de que debe ser impulsado por la Administración), que prime la
verdad material por oposición a la verdad formal …, que deba darse amplia
oportunidad de defensa al administrado, que las decisiones de la Administración
estén adecuadamente motivadas y, en general, que ésta actúe con apego al
Derecho y a las exigencias de la buena administración”(Delpiazzo, 2024, pp. 54
y 55).
El autor, en comentario del principio de
interdicción de la arbitrariedad, contenido en el literal o) del artículo citado,
explicita conceptos que tienen que ver con el principio que aquí se comenta.
Así, señala:
… con palabras de Francisco Bauza,
… ‘un hombre no es propiamente libre cuando hace lo que quiere, sino cuando
quiere lo que debe, puesto que la libertad no se refiere al hacer, sino al
querer. Y hace falta que la voluntad esté muy libre para aplicarse al deber
que, a veces, no coincide con el gusto, ni con el capricho, ni con la comodidad
ni con el interés’.
También la Administración debe
querer lo que debe, pero no porque sea libre sino porque se encuentra en una
situación de sujeción derivada de que carece de existencia sustantiva y sólo se
justifica en función del cumplimiento de su fin: el logro del bien común. Como
bien se ha dicho, la discrecionalidad no proporciona a la Administración
libertad alguna ni la posibilidad de hacer lo que quiera, sino que siempre está
‘jurídicamente vinculada’.
No puede ser de otra manera por
cuanto la libertad no es propia de la Administración, en función de su
naturaleza servicial y vicarial, de su ser para otros, a fin de que todos los
integrantes a la que ella se debe puedan alcanzar sus fines propios … Por eso,
discrecionalidad no significa libertad de elección ya que la administración no
elige libremente una opción determinada, sino que, en virtud de su sometimiento
al principio de juridicidad, debe orientarse según los parámetros establecidos
en la regla de Derecho y en su mandato de actuación. (Delpiazzo, 2024, p. 69)
Sin perjuicio de la consagración legal del
principio de Legalidad Objetiva que rige la actividad administrativa, no puede
dejar de señalarse que el mismo está consagrado expresamente como deber en
normas de la mayor importancia, por cuanto rigen la actividad de los
funcionarios públicos.
Efectivamente, nos interesa presentar las bases normativas de los deberes aquí
señalados, para destacar que los mismos resultan deberes concretos, exigidos
por normas expresas a todos y cada uno de los funcionarios públicos y, en caso
de no ser observados, o resultar contravenidos mediante actos u omisiones,
podrán ser cuestionados, en primer lugar, frente a la propia administración y
eventualmente, ante la jurisdicción contencioso administrativa y, de
comprobarse su ilegitimidad, anulados.
Ello,
sin perjuicio de otras acciones que pudieran derivarse en cada caso, como por
ejemplo de la responsabilidad administrativa del o los funcionarios
incumplidores.
En
este sentido, corresponde enfatizar las disposiciones de la Ley de Ética de la Función
Pública No. 19.823 de 18/09/2019.
Dicha
norma se aplica con carácter general, a todos los funcionarios públicos,
entendiéndose por tales, según el artículo 2 de la norma: “… toda persona que, cualquiera sea la forma
jurídica de vinculación con la entidad respectiva, desempeñe función pública a
título oneroso o gratuito, permanente o temporaria, en cualquier persona de
derecho público estatal y no estatal”.
En
cuanto al ámbito orgánico de aplicación, por disposición de su artículo 3, la Ley
es aplicable a los funcionarios públicos que se desempeñen en: A) Poder
Legislativo, Poder Ejecutivo y Poder Judicial; B) Tribunal de Cuentas; C) Corte
Electoral; D) Tribunal de lo Contencioso Administrativo; E) Gobiernos
Departamentales; F) Entes Autónomos y Servicios Descentralizados (Fiscalía
General de la Nación); G) En general, todos los organismos, servicios o
entidades estatales, así como las personas de derecho público no estatal.
El
artículo 5 de la referida norma, explicita el deber de Legalidad Objetiva indicando:
Artículo 5. (Principios y valores
organizacionales). - El ejercicio de la función pública estará regido por un
conjunto de principios fundamentales y valores organizacionales, partiendo de
la base de que los funcionarios están al servicio de la Nación y no de una
fracción política, y que el funcionario existe para la función y no la función
para el funcionario, debiendo servir con imparcialidad al interés general.
A su vez, en relación al interés público se expresa,
con una elocuencia destacable, en el artículo 6:
Artículo 6. (Interés Público). - El
funcionario público debe actuar en todo momento en consideración del interés
público, conforme con las normas dictadas por los órganos competentes, de acuerdo
con las reglas expresadas en la Constitución de la República (artículo 82).
El interés público se expresa,
entre otras manifestaciones, en la satisfacción de necesidades colectivas de
manera regular y continua, en la buena fe en el ejercicio del poder, en la
imparcialidad de las decisiones adoptadas, en el desempeño de las atribuciones
y obligaciones funcionales, en la rectitud de su ejercicio y en la idónea
administración de los recursos públicos.
La satisfacción de necesidades
colectivas debe ser compatible con la protección de los derechos individuales,
los inherentes a la personalidad humana o los que se deriven de la forma
republicana de gobierno.
Como vemos, la norma consagra el interés general
como norte de la actividad de los funcionarios públicos, pero mandatando que
nada en la defensa del mismo, puede implicar la vulneración de los derechos
individuales de los Administrados. Tal balance debe ser garantizado por los
funcionarios públicos, en cada una de sus actuaciones.
Más allá de la actividad administrativa, en la cual
también están comprendidos los representantes del Ministerio Público y Fiscal –que intervienen en cuanto nos interesa no
sólo en los procesos penales sino también en los procesos por infraccional aduanero– existe una disposición expresa que rige la actividad de la Fiscalía General de la Nación, que impone la objetividad
(vale decir, la ausencia de sesgos).
Así el Artículo 10 de la Ley 19.483 de 5/1/2017 (Ley
Orgánica de la Fiscalía General de la Nación), que expresa: “(Principio
de objetividad).- La Fiscalía General de la Nación
propenderá a la aplicación justa de la ley y al ejercicio racional y ponderado
del poder penal del Estado.”
En
este sentido, y como ha indicado Mónaco (en consideración trasladable a los
Fiscales cuando actúan en el proceso por infraccional
aduanero):
Los profesores Santiago Martínez
y Leonel González, sostienen que, a diferencia del Juez imparcial, que se sitúa
por fuera de las partes, los Fiscales investigan los hechos delictivos con
legalidad objetiva. El Fiscal si bien titular de promover la acción penal ...
lo hace desde el punto de vista del ‘interés general’ y por eso está obligado a
la objetividad y la verdad.
Julio Maier sostiene que el
persecutor penal oficial tiene ‘el deber de averiguar la verdad también a favor
del imputado, de tal manera que el principio de objetividad y defensa de la
legalidad lo autoriza al fiscal a pedir el sobreseimiento o requerir la absolución
del imputado, e incluso interponer recurso en su favor, si así se desprendiera
de su trabajo de investigación.’ (Mónaco Aguiar, 2020, pp. 93 y 94).
Resulta
pues, que el principio de Legalidad Objetiva constituye no sólo un principio
general de la Actividad Administrativa, sino un mandato concreto a los
funcionarios públicos que han de llevar a cabo los procedimientos
administrativos, o tener incluso intervención en la actividad judicial en la
cual se dilucidan acciones por infracciones (como las Aduaneras) o delitos.
Un
mandato que determina una orden de actuación que observada en sí misma, importa
cumplir con otros principios. De este modo, el cumplimiento de la norma
objetiva, con tutela del interés general, pero con la absoluta garantía de los
derechos de los particulares, como venimos sosteniendo a lo largo del presente
trabajo es, a nuestro juicio la única y real garantía de los derechos de los
particulares.
Claro
que la garantía última es el Poder Judicial, el que, actuando con
imparcialidad, es el que imparte la verdadera justicia para los administrados
(ello sin perjuicio de la necesidad de combatir los Sesgos como previamente se
ha indicado). Empero, las normas citadas, imponen a los funcionarios públicos
en la vía administrativa, el actuar conforme a estos principios y también a los
Fiscales, el no perseguir causas cuando la norma objetiva así lo imponga y la
actuación correcta, determinará en términos de tiempo, si las garantías se han
consagrado efectivamente o no.
Es la
actuación en esa “primera línea” y en el momento oportuno, lo que constituye la
única real garantía, por cuanto, el transcurso del tiempo que puede insumir un
proceso jurisdiccional, los costos de una debida defensa y la incertidumbre que
la indefinición genera, en sí mismo constituye una negación de tales garantías.
En los
casos en que la actuación debida no se verifica, afortunadamente, existe la
garantía del Poder Judicial, aunque el particular no debería sufrir la zozobra
de transcurrir procedimientos o procesos administrativos o judiciales, toda vez
que la recta y correcta actuación de los funcionarios públicos no lo hiciera
necesario.
Así,
el desbalance entre la Administración y los Administrados –que va mucho más
allá del necesario para que el Estado ejerza su poder de imperio y que se
traduce en las circunstancias que venimos explicitando[7]–
se hace patente toda vez que cualquier funcionario público no observa los
principios y deberes que rigen su actuación, en base al cabal cumplimiento de
la norma, despojado de sesgos y tendencias; y toda vez que lo que se exige a
los Administrados, no tiene su correlato en la revisión de la conducta de la
propia Administración.
Es por
ello que una y otra vez propugnamos este auto examen de la Administración, ya que
el constante ejercicio del poder de imperio no debe hacer perder de vista la
razón de ser de su existencia.
C. Imparcialidad
El
principio de imparcialidad, que de la mano de los que vienen de explicitarse, integra
a nuestro juicio esa batería básica de principios-mandatos, que efectivizados
constituyen la verdadera garantía de los derechos de los administrados, rige no
sólo para la actividad jurisdiccional, sino también para la actividad
administrativa.
Así,
el recientemente aprobado CCA en su artículo 3 recoge los principios de
igualdad e imparcialidad en relación a la justicia administrativa, entre otros.
Así, dicha norma reza:
Artículo 3. (Principios rectores de los procesos
jurisdiccionales contencioso administrativos).- Los
órganos de la Jurisdicción Contencioso Administrativa actuarán con ajuste a los
siguientes principios, sin que la enumeración tenga carácter taxativo: a)
tutela jurisdiccional efectiva; b) debido proceso; c) universalidad de acceso
al proceso; d) iniciativa de parte; e) igualdad de partes; f) contradicción: g) imparcialidad; h) duración
razonable; i) publicidad; y j) buena fe procesal.
Con
respecto a la igualdad, con su habitual claridad y agudeza, Carlos Delpiazzo indica:
En el caso de la Justicia Administrativa, es imprescindible
no perder de vista que el administrado demandante normalmente se encuentra en
una situación de cierta inferioridad frente a los poderosos entes estatales
demandados, lo que debe conducir en la normativa y en su interpretación a
compensar esa desigualdad de base. Tan sólo a vía de ejemplo, piénsese que en
la mayoría de los casos la prueba que necesita el actor se encuentra en poder
de su contraparte, formando parte de los antecedentes administrativos. (Delpiazzo,
2024, p. 44)
Interesa
también su desarrollo con relación a la actividad judicial, en tanto verdadero
tercero en caso de conflicto entre la Administración y el Administrado no sólo
en los casos de jurisdicción contencioso-administrativa, sino también en
ámbitos civiles y, en cuanto hace a nuestra especialidad, particularmente en lo
que tiene que ver con el Infraccional Aduanero y por
su relevancia en cuanto se relaciona con el resto de los principios aquí
desarrollados.
En
este sentido, Abal ha indicado:
Las más importantes reglas
generales (“principios”) que pueden caracterizar a nuestro Derecho positivo en
cuanto a la organización de los tribunales, son precisamente las que establecen
que ellos deben ser tanto imparciales como independientes…
La imparcialidad (que refiere a
la “imparcialidad estructural”, señalada por BARRIOS DE ANGELIS…), indica que
el sujeto no debe tener un interés específico en el objeto del proceso … Y ello
porque cuando un sujeto tiene objetivamente interés en el resultado del
proceso, no resultándole objetivamente indiferente el que se haga o no lugar la
pretensión, naturalmente (aun cuando no necesariamente en forma consciente)
estará subjetivamente inclinado a favorecer la posición que proteja más su
propio interés.
En cuanto a la independencia
(que refiere a la “imparcialidad funcional” señalada por el mismo Barrios de Ángelis …), implica que aun cuando el sujeto no tenga un
interés específico en el objeto del proceso, de todas formas no debe estar
sujeto a instrucciones ni presiones de especie alguna de otros sujetos (que sí
podrían carecer de imparcialidad)… (Abal Oliu, 2001, pp. 211 y 212).
El
autor entiende que en general se respetan estos principios, aunque señala que:
… ello no es
exactamente así cuando el Estado –además de ser Tribunal– es parte del proceso.
Esto último ocurre muy a menudo: en los procesos donde se pretende la
aplicación de una pena, o el cobro de tributos impagos, o la anulación de actos
administrativos y, en general, en todo proceso donde el Estado es actor o
demandado (o, más ampliamente, donde el Estado es un sujeto implicado con los
intereses objetivos del proceso).
Indica
asimismo que existen elementos que pretenden asegurar la imparcialidad del
Tribunal, tales como la carrera judicial, la permanencia en el cargo y en
general todo un estatuto dirigido a que los jueces sean lo más independientes
posible del mismo Estado. (Abal Oliu, 2001, pp. 218-220).
Respecto
de la imparcialidad en la valoración de la prueba, Soba ha señalado:
No puede ser un juez imparcial en la aplicación del derecho
y parcial en las cuestiones fácticas o en las probatorias (más allá de lo
complejo que puede resultar separar lo fáctico de lo jurídico). No puede ser un
juez imparcial que deja actuar sin autocontrol a los estereotipos, prejuicios
y/o sesgos. Cómo se comporta frente a todo esto es relevante.
Lo llamativo es, quizás, que ya entrados en el siglo
veintiuno tengamos que insistir en estas cuestiones, cuando, en puridad, ya han
sido dichas, incluso por procedimentalistas o
procesalistas clásicos. A modo de ejemplo, en Uruguay, Gallinal (1922, p.25)
expresaba que la imparcialidad es el resultado, a la vez, de la inteligencia y
de la moralidad y que: ‘hay que evitar los prejuicios, o sea las opiniones
preconcebidas, adoptadas sin examen. Es necesario revisarlas, investigar su
origen y su razón de ser’. Como se puede leer, el autor no se quedaba en evitar
los prejuicios, añadía que era necesario revisarlos y hasta investigarlos….
Entiendo a la imparcialidad tanto como punto de partida
institucional, necesario para llevar a cabo de determinada manera la actividad
intelectual-racional de valoración, como una aspiración o ideal por el cual hay
que trabajar tanto en el camino que lleva a la decisión como en la decisión
misma. (Soba Bracesco, 2024, p.45)
El
análisis del autor, en la obra aquí citada, no se limita al diagnóstico de la
situación, sino que realiza propuestas prácticas, orientadas hacia la actividad
de los jueces, pero que entendemos resultan plenamente trasladables a la
Administración Pública para realizar adecuados diagnósticos de sesgos o
prejuicios que puedan existir y para asegurar la imparcialidad de los decisores.
Con
carácter general, en cuanto al tipo de ejercicio que se requiere señala:
Lo que aquí se plantea … es generar herramientas para
examinar y controlar críticamente las creencias, los juicios subyacentes que
están detrás de factores que no son racionales, o no son enteramente racionales,
pero pueden impactar en la decisión. Algo similar ha expresado Nieva Fenoll … cuando ha señalado que el juez tiene que ser
consciente de los prejuicios que pueden afectar su comportamiento, al tiempo
que reconoce que no es nada fácil en tanto requiere una dosis altísima de
sinceridad y autoconocimiento. Precisamente, creo que es posible trabajar en
rasgos actitudinales como aquéllos que se generan en torno a la sinceridad, la
transparencia, el autoconocimiento. Se trata de un trabajo que hay que encarar
más allá de casos concretos, por medio de la capacitación y otras herramientas
que serán mencionadas más adelante (como las guías o de chequeo o checklist).
Se podría entender que lo que se propone no es en puridad
jurídico, sino que sería algo así como la realización de ejercicios reflexivos
de autoconciencia y/o regulación emocional. La reflexión –a partir de la
inteligencia o de la razón– para reconocer y comprender estereotipos,
prejuicios, sesgos, las propias emociones, evaluando su justificación. En
algunos casos este tipo de reflexión puede derivar en identificar un prejuicio
o estereotipo negativo, en otros casos podría contribuir a una mayor empatía,
lo que a su vez podría significar una mejor comprensión de argumentos fácticos,
probatorios y jurídicos de las partes. (Soba Brasesco,
2024, p. 60)
Con
los prestigiosos autores antes citados, nos permitimos enfatizar que, –sin
perjuicio de las garantías “objetivas” de imparcialidad señaladas más arriba
por Abal, o las herramientas que el Poder Judicial pueda otorgar a través de la
formación– la imparcialidad e independencia del Juez y su actuación en consonancia
con los principios aquí desarrollados, y con carácter general, de aquellas
normas y principios que constituyen la integralidad de nuestro ordenamiento, dependerá
siempre y en última instancia, de su condición moral,en tanto conciencia de sus deberes..
El
deber de imparcialidad señalado se ve extendido, por disposición legal expresa
(y antes en normas reglamentarias), a los funcionarios de la Administración
Pública. Así, el mismo surge expresamente de los artículos 7 y 18 de la ley
19.823 previamente citada, cuyos alcances hemos desarrollado más arriba.
En
efecto, el artículo 7 de dicha norma reza:
Artículo 7. (Principios rectores).-
Los funcionarios públicos observarán los principios de respeto, imparcialidad,
objetividad y buena fe, rectitud e idoneidad y evitarán toda conducta que
importe un abuso, exceso o desviación de poder, y el uso indebido de su cargo o
su intervención en asuntos que puedan beneficiarlos económicamente o beneficiar
a personas relacionadas directamente con ellos.
Por su parte, el artículo 18 de la norma, concretamente
sobre la Imparcialidad indica:
Artículo 18: (Imparcialidad).- El
funcionario público debe ejercer sus atribuciones con imparcialidad, lo que
significa conferir igualdad de tratamiento en igualdad de situaciones a los
demás agentes de la Administración y a todas las personas a que refiera o se
dirija su actividad pública.
Dicha imparcialidad comprende el deber de evitar cualquier
tratamiento preferencial, discriminación o abuso del poder o de la autoridad
hacia cualquier persona o grupo de personas con quienes su actividad pública se
relacione.
Los funcionarios deberán excusarse de intervenir o podrán
ser recusados cuando medie cualquier circunstancia que pueda afectar su
imparcialidad, estando a lo que resuelva su jerarca.
En
relación a estas normas, Fuentes ha señalado que:
El interés público de la Administración está subordinado al
interés general y, al apreciar esos intereses, la Administración debe actuar
con imparcialidad. Además, la Administración debe ser imparcial ante los
distintos intereses parciales en juego. … la Administración debe ser imparcial,
aunque en el procedimiento en juego esté el interés general. El estado de
Derecho impone esa solución. De la misma manera debe actuar en el conflicto
entre dos particulares … (Fuentes, 2020, p.79)
Compartimos
con el autor citado, que el deber de imparcialidad es mucho más que el deber de
excusarse de los funcionarios públicos que puedan tener intereses particulares
en un determinado asunto, o la posibilidad de recusación. Es el deber de actuar
conforme al interés general –que surge del sistema jurídico vigente– o en la
tutela del sistema jurídico vigente, y con arreglo al derecho positivo. La
imparcialidad pues, se consagra también, y a nuestro juicio antes que, en
cualquier otra faceta, en la recta y correcta interpretación (conforme a las
reglas vigentes de interpretación de las normas jurídicas) y aplicación del
derecho vigente.
Dicho
deber de imparcialidad, surge además del artículo 4 del CCA, el que, entre los
deberes de la Administración Pública, señala el de Imparcialidad. Carlos Delpiazzo,
en comentario del artículo indicado señala:
Asegurar la imparcialidad es una exigencia de justicia
natural, por lo que no debe extrañar que este principio propio de la función
jurisdiccional, impere igualmente en el ámbito administrativo…
Por lo tanto, este principio alcanza y obliga no sólo a la
Administración como tal sino también a las personas –sean funcionarios públicos
o no– que actúan en el procedimiento administrativo.
Respecto a la Administración, es evidente que ella no podrá
ser imparcial en todo lo relativo al interés común al que “debe servir con
objetividad” (según el acápite del art. 4º del CCA) por ser su gestora-. Pero,
en cambio, deberá serlo respecto de todo otro interés, sea de partido, grupo,
fracción o persona.
En cuanto a las personas actuantes, estén o no sometidas a jerarquía,
deberán guardar imparcialidad en los conflictos que puedan suscitarse entre
intereses particulares (ya que no frente al superior interés público) que
puedan plantearse o estar involucrados en el procedimiento administrativo
(Delpiazzo, 2024, p. 62).
A lo
que indica el autor, debemos agregar que al interés público se lo sirve en su
clara expresión normativa (entendiendo por expresión normativa aquélla que
incluye las normas y principios generales del derecho y particulares de cada
área o disciplina), con anclaje en el principio de Legalidad Objetiva, desarrollado
más arriba. Y efectuamos esta aclaración, en tanto los diversos aspectos que
llenan de contenido al “interés” público, no son otros que los expresados en
nuestro sistema jurídico, en su integralidad.
D. La tutela administrativa y jurisdiccional
efectiva
De la
mano de los artículos 3 y 4 del CCA y, una vez más con Carlos Delpiazzo,
ratificamos lo que es nuestra propuesta de desarrollo y nuestra conclusión.
Así
como la enunciación principal en ambas normas que enumeran los principios
generales de los procedimientos jurisdiccionales y administrativos, comienza
con la tutela efectiva ya sea por la justicia o por la administración encabezando
con este deber el listado de principios que se detallan, resulta claro para
nosotros que, la única real garantía de los derechos de los individuales, es la
efectiva tutela por los aplicadores del derecho.
Con
mayor propiedad, Carlos Delpiazzo (2024, pp. 39 y 40) ha señalado, en
comentario del artículo 3 del CCA antes citado:
Aunque el orden en que se
exponen los principios carece de transcendencia jurídica (los primeros no
tienen más valor y fuerza que los siguientes), es destacable que el legislador
haya querido explicitar el reconocimiento de la tutela jurisdiccional efectiva
para encabezar la nómina de los elegidos.
Es fácilmente constatable que la
general responsabilidad de quienes invisten poder en el Estado no es cierta si
no se dispone de instrumentos eficaces para hacerla valer. En efecto, la vigencia
efectiva del principio de legalidad impone la existencia de un conjunto de
mecanismos de control a través de los cuales pueda asegurarse eficazmente el
sometimiento de la Administración al sistema normativo. De lo contrario, dicho
principio quedaría en simple declaración programática.
Más allá del simple derecho a la
jurisdicción, el principio de la tutela jurisdiccional efectiva implica la
universalidad del control jurisdiccional del Estado o la justiciabilidad
plenaria y universal, es decir, sin excepciones en el sentido de que cualquier
acto o conducta, positiva o negativa, de la Administración y de sus
funcionarios puede ser sometida al enjuiciamiento por parte de órganos
jurisdiccionales, a instancia de cualquier persona o entidad a quienes dichos
actos o conductas lesionen en sus derechos o intereses.
En este mismo sentido, y en forma previa a la
vigencia del CCA, Agustín Delpiazzo, enfatizando la relevancia del principio de
Tutela Jurisdiccional Efectiva frente a la Administración, apuntaba:
… el principio de tutela jurisdiccional
efectiva adquiere especial relevancia frente a la Administración, tanto desde un
punto de vista subjetivo como objetivo.
Desde
un enfoque subjetivo, siendo que el Estado
y todos sus órganos, funciones, cometidos y medios (materiales y humanos) están
al servicio de la persona humana y sus derechos fundamentales, se impone como
un derecho de todo particular el eficaz restablecimiento de su situación
jurídica frente a cualquier lesión sufrida a causa del actuar administrativo.
En tal sentido, ‘no es
concebible un Estado de Derecho sin un sistema de justicia que garantice la
tutela de los derechos e intereses de los ciudadanos, frente a las
arbitrariedades de la Administración’, es decir, la ‘tutela jurisdiccional de
la posición jurídica del administrado’.
Desde
un enfoque objetivo, la tutela
jurisdiccional efectiva frente a la Administración exige la presencia de
instrumentos que aseguren su plena sumisión a la regla de Derecho, permitan su
sometimiento a la Justicia en condiciones de igualdad con el administrado y
garanticen su responsabilidad cuando se demuestre en dicho ámbito el
apartamiento del orden jurídico. (Delpiazzo, 2009, pp. 48 y 49).
En
paralelismo con el artículo 3 del CCA antes referido, el artículo 4 (Principios
Rectores de la Actividad Administrativa), inicia la nómina con la tutela
administrativa. Como indica Carlos Delpiazzo,
históricamente y con el transcurso del tiempo la doctrina ha trasladado al
ámbito del procedimiento administrativo, los derechos y garantías propios del
control jurisdiccional.
Nos
permitimos señalar que tal traslado es por demás fundamental en cuanto con
carácter general, –pero muy particularmente cuando se trata de la
Administración en función recaudatoria de tributos, o con potestad
disciplinaria frente a los sujetos que actúan frente a ella, como sucede en la
materia Aduanera–, muchas veces la Administración (siempre en vía
administrativa y sin perjuicio de la revisión jurisdiccional que pueda existir),
obra en calidad de “juez y parte”, como bien señalara Abal en la opinión previamente
citada.
Es por
ello que este principio, es y debe ser, como indica el Delpiazzo:
un principio sustancial del obrar estatal,
de acuerdo con el cual es deber jurídicamente exigible de la Administración
pública asegurar, en todas sus actuaciones, la posibilidad real, concreta y sin
excepciones del goce efectivo de los derechos fundamentales de la persona, en
forma expedita.”
Como bien se ha dicho, ‘la
realización de la tutela administrativa efectiva se concreta, a su vez, en
otros derechos. A saber , el derecho de petición, el derecho de acceso al
expediente, el derecho a ofrecer y producir pruebas, el derecho a la defensa,
el derecho a abogado, el derecho a la tutela cautelar, el derecho a un formalismo
atenuado, el derecho a la resolución en plazo razonable, el derecho a una
resolución fundada en la que se consideren las razones aducidas por los
ciudadanos, el derecho a interponer recursos ante el superior jerárquico al que
dictó el acto, el derecho al acceso a los recurso administrativos’.
En rigor, para que el control de
quienes están investidos de poder sea realmente integral, la tutela debe ser
efectiva tanto en el ámbito jurisdiccional como administrativo… (Delpiazzo, 2024, pp. 53 y 54).
Entendemos
que la enumeración de elementos que garantizan la efectiva tutela
administrativa realizada previamente no resulta en absoluto superabundante, y
que debe ser enfatizada y reiterada en cada oportunidad.
Ello,
por cuanto la evidente prevalencia de sesgos en los aplicadores de las normas y
la aplicación mecánica de las mismas –fundamentalmente de las normas en materia
sancionatoria–, determinan, muchas veces que las garantías resulten ser
“formales”, y que en sustancia no se atienda a su real consecución.
A modo de ejemplo, constituyen
distorsiones a esta efectiva tutela, las determinaciones de
presuntos incumplimientos en base exclusivamente a formas, desatendiendo la
verdad material de las situaciones en análisis; la omisión en el análisis de
los argumentos presentados por los particulares y por ende su contradicción
fundada –con lo cual las garantías de la “vista” o la posibilidad de interponer
recursos administrativos termina resultando una garantía meramente formal y no sustancial–;
la falta de análisis de adecuación típica en casos en que existen tipos infraccionales, etc.[8]
Estas situaciones ya no deberían verificarse a esta
altura del desarrollo del Derecho y, sobre todo, de nuestro Estado de Derecho
y, pudiendo ser erradicadas, mediante el necesario esfuerzo (que implica nada
más ni nada menos que el cumplimiento a cabalidad de deberes establecidos en
normas vigentes)
deben ser atendidas.
IV. A modo de
conclusión
Luego de los desarrollos efectuados, entiendo que
lo expresado se resume en la natural conclusión de que, la
garantía de los derechos de los administrados, tanto en vía administrativa como
en vía jurisdiccional, termina siendo siempre y en definitiva,
la condición moral del aplicador del derecho, en el sentido de conciencia de sus deberes, y la corrección
de su proceder, el cual conforme a la normativa vigente, es uno de sus deberes
principales.
El
cumplimiento de estos deberes, puede verse distorsionado por la existencia de
sesgos, que llegan a determinar incluso el apartamiento de los claros textos de
las normas, y de las adecuadas técnicas de interpretación de las mismas. A este
respecto, en la preparación de este trabajo, he advertido que este tema, que me
inquieta, sigue siendo hoy una inquietud de la mejor doctrina administrativista
y procesal, por lo que, sin dudas, es un tema a trabajar.
Es por
ello que las iniciativas de los expertos deben ser seguidas, acompañadas y
difundidas y el “hablar” de los aspectos que pueden ser mejorados en la
práctica del Derecho, es un buen comienzo para lo que en definitiva modifica
realidades, que es el “hacer”, ya que, en todos los aspectos de nuestra vida, somos
lo que hacemos.
De
allí esta invitación a la reflexión, y a la puesta en práctica de las
necesarias herramientas de autoexamen, como punto de partida de la revisión no
sólo de las normas y principios que informan y ordenan nuestro sistema
jurídico, sino también de los deberes no funcionales y más aún, profundamente
humanos.
En
tiempos de Inteligencia Artificial, y sin perjuicio de la utilización de la misma
como herramienta, entiendo, con buena parte de los sectores doctrinarios que
hoy en día estudian la aplicación de la inteligencia artificial a distintas
áreas de actividad, y en particular al derecho, que los valores de nuestra
condición humana, y nuestra condición moral, son lo que nos diferencia de las
referidas herramientas[9]
y hoy, más que nunca, necesitan ser honrados.
Referencias
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[1] Respecto del Derecho
Aduanero Sancionatorio, simplemente diré que, en definición que hemos impulsado
con el Dr. Andrés Varela, el mismo designa al conjunto de normas y principios
jurídicos que regulan el poder punitivo del Estado, con la finalidad de
garantizar la preservación y el restablecimiento del ordenamiento jurídico en
materia Aduanera, mediante la retribución de una sanción, salvaguardando
–simultáneamente– las garantías de los sujetos a quienes se les impone. Así, el
Derecho Aduanero Sancionatorio, contempla diversos ámbitos de ilicitud
aduanera, de acuerdo a las conductas punibles y sus consecuencias, pudiéndose
distinguir el Derecho Aduanero Penal, el Derecho Aduanero Infraccional
y el Derecho Aduanero Correccional, siendo este último el que tiene que ver con
las diversas normas y principios que regulan y establecen el alcance del poder
sancionatorio de la Administración Aduanera, respecto de las personas
vinculadas a la actividad aduanera.(Figueredo y Varela 2022, p.
314)
[2] En particular, en
derecho aduanero, cobra especial relevancia el precepto, ya que la
Administración Aduanera –Dirección Nacional de Aduanas y Poder Ejecutivo en vía
jerárquica– decide no sólo en procedimientos administrativos de la más diversa
índole, sino también en materia de infracciones administrativas eventualmente
cometidas por personas vinculadas a la actividad aduanera (despachantes de
aduana, importadores, exportadores, titulares de Depósitos Aduaneros, usuarios
de Zona Franca, transportistas, etc.) reguladas por los artículos 41 a 43 del
Código Aduanero, ley 19.276 y normas reglamentarias, con la posibilidad de
imposición de sanciones que pueden llegar a la inhabilitación, y también en la infracción
de la Contravención, regulada por el artículo 200 del Código Aduanero y normas
reglamentarias.
[3] Sobre estas normas: Correa
Freitas, R. (2004). Constitución de la República Oriental del Uruguay, actualizada,
anotada y concordada.
[4] El Artículo 309 de la
Constitución de la República prevé: “El
Tribunal de lo Contencioso-Administrativo conocerá de las demandas de nulidad
de actos administrativos definitivos, cumplidos por la Administración, en el
ejercicio de sus funciones, contrarios a
una regla de derecho o con desviación de poder.
La jurisdicción del Tribunal comprenderá también los actos
administrativos definitivos emanados de los demás órganos del Estado, de los
Gobiernos Departamentales, de los Entes Autónomos y de los Servicios
Descentralizados.
La acción de nulidad sólo podrá ejercitarse por el titular de un
derecho o de un interés directo, personal y legítimo, violado o lesionado por
el acto administrativo.” (Destacado nuestro).
[5] El Artículo 40 del CCA prevé: “(Alcance). - En particular, y sin que
ello importe una enumeración taxativa, se consideran objeto de la acción de
nulidad:
a) Los actos administrativos dictados con desviación, abuso o exceso de
poder, o con violación de una regla de Derecho, considerándose tal, todo principio de derecho o norma constitucional,
legislativa, reglamentaria o contractual.
b) Los que sean separables de los contratos administrativos.
c) Los que se hayan dictado durante la vigencia de la relación
estatutaria que vincula al órgano estatal con el funcionario público sujeto a
su autoridad, relativos a cualquier clase de reclamo
referente a la materia regulada por ella, así
estos sean de índole puramente económica.
d) Los que, respondiendo a una consulta, manifiesten el criterio de la
Administración sobre el Derecho aplicable en el caso concreto.” (Destacado
nuestro).
[6] El artículo 7 de la
Constitución de la República establece: “Los
habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su
vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad. Nadie puede ser privado
de estos derechos sino conforme a las leyes que se establecieren por razones de
interés general.”
Por su parte, el
artículo 10 reza: “Las acciones
privadas de las personas que de ningún modo atacan el orden público ni
perjudican a un tercero, están exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la República será obligado
a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe.”
Finalmente, el artículo
12, prevé: “Nadie puede ser penado ni
confinado sin forma de proceso y sentencia legal.”
[7] Y
en otras desarrolladas con detalle por Gabriel Delpiazzo en la obra citada (sin
perjuicio de algunas modificaciones normativas posteriores que deben tenerse en
cuenta por cuanto tienen relevancia en algunos de los aspectos desarrollados
por el autor).
[8] En materia de
sancionatorio aduanero, los 41 a 43 del Código Aduanero de la República
Oriental del Uruguay, ley 19.276 de 19/9/2014 (CAROU), regulan las infracciones
administrativas de las Personas Vinculadas a la Actividad Aduanera. A su vez,
los artículos 200 y siguientes del CAROU, regulan las infracciones aduaneras.
El artículo 200, regula la infracción aduanera de Contravención, la cual se
sustancia en vía administrativa (con eventual acción anulatoria frente a los
Tribunales de lo Contencioso Administrativo), y los artículos 201 y siguientes,
regulan las infracciones de Diferencia, Defraudación, Defraudación de Valor,
Desvío de Exoneraciones, Contrabando y Adquisición, recepción y posesión de
mercadería objeto de contrabando, las que deben sustanciarse –ausente
reconocimiento o acuerdo de pago administrativo en los casos en que ello es
posible de acuerdo al artículo 217 del CAROU– en vía jurisdiccional.
[9] Cuyo diseño tampoco
está exento de Sesgos, tal como desarrolla el Dr. Juan Bautista Etcheverry, en
su trabajo: Inteligencia artificial, el juez Hércules y la única respuesta
correcta publicado por Rubinzal - Culzoni
Editores - RCD 4710/2023.